La permanencia del Pingurucho en la Plaza Vieja o su traslado a otro espacio de la ciudad es uno de esos temas recurrentes al que siempre se vuelve para darle la razón a Gerald Brenan cuando en “Al Sur de Granada” escribe que el Paseo de Almería es un escenario en el que cada día se representa la misma opera. El hispanista inglés no tardó en ver en el alma de la principal calle de la capital la irresistible atracción que los almerienses sentimos por la rutina. Nada exige menos esfuerzo que permanecer subido en una noria para, bajo la apariencia de estar en permanente movimiento, no llegar nunca a ningún sitio. Hoy nos subimos en la cesta del Pingurucho, pero ayer y mañana y siempre volveremos a subirnos en las cestas de la peatonalización del Paseo, el parque de la Hoya, el cerro de San Cristóbal, la estación de tren, el Cable Inglés, los PERI de la Chanca, Puche o Barrio Alto, la presencia del Rectorado de la UAL en el centro, el arreglo de la Alcazaba para que - uf, qué mareo-, una vez cerrado el circuito y regresado al punto de partida, volver a empezar el recorrido.
Todas las ciudades están afectadas de endemismos aparentemente incurables … hasta que alguien busca, de verdad, el remedio.
Y habrá que buscar el remedio- o la solución definitiva, ¡que ya está bien después de varios traslados! -a la ubicación del Pingurucho.
El jueves, este periódico publicó un artículo del arquitecto y urbanista Gonzalo Hernández Guarch en el que apostaba argumentalmente por su traslado. La estructura de su defensa para llevarlo a la Plaza de las Velas, al final de la Rambla y en su confluencia con el Puerto y el Parque Nicolás Salmerón, se basaba fundamentalmente en tres pilares: el monumento, por su dimensión, no puede integrarse en el conjunto urbanístico ya que forman parte de escalas y proporciones muy distantes; el estilo neoclásico del Pingurucho no se corresponde para nada con el entorno arquitectónico de la Plaza Vieja, generando una colisión o falta de dialogo arquitectónico entre ambos elementos y, en el otro vértice de la pirámide argumental, el prestigioso arquitecto almeriense apelaba a que el significado simbólico del monumento, que es la Libertad, no puede estar encerrada entre cuatro fachadas; necesita espacio para ser observada y disfrutada.
Doctores tiene la Iglesia y urbanistas el Colegio de Arquitectos para entrar en valoraciones técnicas sobre la posibilidad o el coste de desmontarlo y su traslado, pero lo que no admite mucha discusión es su convicción de que situándolo en el tramo final de la Rambla, en la plaza de Las Velas el monumento gozaría de una ubicación privilegiada: Presidiría la principal arteria de la ciudad, las dimensiones del espacio elegido enfatizan su grandiosidad al no estar encajonado entre cuatro paredes, su posición estratégica facilita su visualización por decenas de miles de ciudadanos que pasan diariamente por ese nudo urbano que es el de mayor tráfico de la ciudad, sería percibido sin obstáculo alguno por tierra (las dos principales avenidas parten o desembocan en el), mar (su cercanía a la zona portuaria le convierte en un faro simbólico) y aire (su imponente imagen sorprendería la llegada o salida del más del millón de usuarios anuales del avión).
Llegados a este punto la pregunta inevitable es por qué, si el monumento va a ocupar un espacio dignísimo, va a ser visto por muchísimas más personas y su simbolismo por la Libertad se va a acrecentar de manera exponencial, hay que enfrentarse a un posible cambio de ubicación desde la emotividad que todo lo nubla y no desde la racionalidad que todo lo ilumina.
En este como en cualquier otro tema todas las posiciones deben ser tenidas en cuenta, pero no hay que olvidar que las ciudades se construyen sobre la dialéctica razonante entre el pasado y el futuro, pero no hipotecando el porvenir a un pretérito que ni fue ni es perfecto.
Lo siento por el fundamentalismo novecentista, pero la Plaza Vieja no volverá a ser lo que fue porque el Pingurucho la presida (¿o la rompa? como sostiene Hernández Guarch). Esa plaza hay que llenarla de vida convirtiéndola, de verdad, en un espacio público donde la cultura y el ocio sean sus principales armas de seducción masiva. Esa es la apuesta y ahí es donde habría que proyectar toda la energía que generan las ideas en movimiento.
La permanencia del monumento a los mártires de la Libertad y el regreso del Ayuntamiento a sus fachadas no va a evitar que ese espacio continúe siendo (casi) un desierto cuando el reloj marque el cierre de la burocracia administrativa hasta la mañana siguiente.
Ahora que las obras llegan a su fin (o eso dicen; ya veremos) el alcalde y los concejales tienen que decidir si optan por continuar haciendo literatura historicista desde la noria interminable en la que tan cómodos están o deciden bajarse y decidir qué hacer para que un espacio tan noble como olvidado no continúe instalado en la decadencia melancólica de un pasado al que es imposible volver.
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