LLas rosas, amarillas, naturalmente". Fue la respuesta que le dio una vendedora de flores en Las Ramblas a un amigo que quiso saber si éste Sant Jordi se habían vendido más rosas rojas que amarillas, o viceversa. Eso parecía lo importante: no que la Generalitat aún no tenga inquilino 'oficial', sino transitorio -o sea, Mariano Rajoy, que ni fue ni se le esperaba en la fiesta del libro-, ni que la política catalana esté paralizada, ni que el lío social sea cada vez más descomunal, ni que Cataluña esté, para mal, en todos los periódicos de Europa.
Rosas amarillas. Eso era lo que contaba en las calles barcelonesas, aprovechando que en los madriles se entregaba el premio Cervantes a un gran escritor -mucho mejor, creo, que político- nicaragüense, y que comienza una semana más cargada de incertidumbres políticas de calado, una más. No recuerdo otro Sant Jordi más politizado que éste, y eso que se trata de una fecha festiva que era de encuentro entre escritores de todas las lenguas de España, una fiesta de hermandad en la cultura y las letras.
Hasta eso se lo ha cargado el 'procés' y todas sus derivadas. Han mordido el prestigio del Ejecutivo central (y del autonómico, claro), del Legislativo (también del catalán) y del Judicial. Han barrido el equilibrio informativo de bastantes medios, han acabado con el brillo de no pocos profesionales, periodistas, jueces, policías. Tras abominar de una figura tan señera del catalanismo como Joan Manuel Serrat, tras denigrar a empresarios ejemplares que intentaron detener la riada, le ha llegado el turno a la cultura, a la literatura, al ensayo, a la poesía. No podía, por lo que se ve, ser de otra manera.
Mis corresponsales en la mañana festiva barcelonesa -este año no pude asistir, pese a alguna invitación editorial- hablan de avalancha en busca de las rosas amarillas -aunque fuesen teñidas a base de spray-, que se exhibían orgullosamente por calles y plazas, como un desafío a lo que les viene 'desde Madrit'. Nunca, desde los tiempos de aquel Galinsoga que, desde la dirección del más influyente y señero periódico catalán, se atrevió a proclamar aquella necedad, 'los catalanes son una mierda', se había visto una reacción callejera tan cerrada, tan contundente: era una protesta contra un estado de cosas, no solo contra la permanencia de presos secesionistas en las cárceles 'españolas'.
No, España, de la que Cataluña forma y formará parte importantísima, no es palabra ni concepto que goce precisamente de popularidad en una Cataluña abandonada al victimismo, a la contestación y, hasta cierto punto, al encogimiento de hombros ante lo que depare el futuro: ya saldremos de esta, parecen pensar muchos catalanes que me honro en considerar amigos personales, no independentistas, pero que se han pasado a la hostilidad hacia cuanto el término 'Madrid' significa para ellos.
Yo sé muy bien quién es el principal culpable de esta situación, que para nada era necesaria ni pedida por una mayoría de los catalanes. Pero me parece que, del lado de acá del Ebro, la alfombra de flores amarillas debería hacer meditar a algunos sobre qué habría que hacer a continuación. De los libros, por cierto, las gentes parecieron ocuparse mucho menos.
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