Lo que agota ser almeriense

Igual que Neruda se cansaba a veces de ser hombre, uno se cansa en ocasiones de ser almeriense, condición que hemos acabado convirtiendo en una misión extenuante. Permanecer atento a la actualidad cotidiana detectando motivos de controversia es un ejercicio minucioso que requiere tiempo, paciencia y vocación de servicio público.

Qué difícil resulta asumir el ritmo sincopado de la refriega constante, del desencuentro permanente y la generación artificial de frentes de choque. Aquí levantamos los adoquines pero no para descubrir la playa, sino para tener argumentos arrojadizos. Y lo peor es que el inacabable deber de subir esa piedra que acaba siempre rodando de vuelta abajo es un ejercicio inútil y melancólico que lastra cualquier posibilidad de avance colectivo. Y no se trata de recriminar la saludable consulta ciudadana, los mecanismos de participación y toda esa guarnición de gastrobar sociológico que tanto nos fascina. Se trata de saber si de tanto querer a Almería corremos el riesgo del que avisaba Rocío Jurado cuando lamentaba de que se le rompiera el amor de tanto usarlo. Y a lo mejor esto se nos ha ido ya de las manos. En Almería no es posible poner en marcha una iniciativa que apunte al futuro común sin que surja, indefectiblemente, una oleada de oposición preventiva que advierta o lamente los peligros y catástrofes que acarreará ese cambio. Algo hemos escrito estos días al respecto: el Pryca y la destrucción del pequeño comercio, la peatonalización y el fin de la paz social o las obras de la rambla y el ocaso de las moreras. Lo hemos visto ya tantas veces que la más reciente no es sino otra muesca más en el revólver de la nostalgia que nos empeñamos en seguir apuntando a nuestra propia cabeza.

Una pena que no hubiera había Facebook en época de los Reyes Católicos, porque podríamos tener detallada crónica del malestar social generado por el atrevimiento de construir un tercer recinto, cristiano y rompedor, en la Alcazaba de toda la vida.