España entra en un laberinto endiablado

La política lleva años transitando por una hoja de ruta llena de ocurrencias y oportunismos

El laberinto español es tan endiablado que cualquier salida razonable se antoja quimérica.
El laberinto español es tan endiablado que cualquier salida razonable se antoja quimérica. La Voz
Pedro Manuel de La Cruz
13:47 • 27 may. 2018

La sentencia del caso Gürtel ha desencadenado un terremoto político de consecuencias imprevisibles y la decisión del PSOE de presentar una moción de censura al gobierno es la primera y más contundente réplica.



La política española lleva años transitando en una hoja de ruta tan improvisada por el PP, tan contradictoria por el PSOE, tan prefabricada por Ciudadanos y tan previsible por Podemos y los independentistas que el recorrido ha estado salpicado por la ausencia de planificación, las ocurrencias, las escaramuzas y el oportunismo. Cuatro circunstancias marcadas por la irresponsabilidad y que evidencian una ausencia alarmante del sentido de Estado que debe investir a quienes ejercen o aspiran a ejercer el liderazgo político.



El desenlace de la moción de censura está aún por escribir y aventurarse en un resultado sería temerario. El tacticismo con el que se han comportado todos los partidos, todos, en los últimos meses convierte cualquier pronóstico en un ejercicio de alto riesgo.



Un riesgo que, en todo caso, sería menor que el que corren desde el jueves los dos grandes partidos constitucionalistas. A Ciudadanos le basta con esperar. Veamos por qué.



Desde el momento en que los socialistas presentaron la moción en el Congreso, el PP se enfrenta a una situación endiablada de la que solo puede salir con vida si mantiene el gobierno. El triunfo de Sánchez le haría pasar de la situación de desconcierto, en la que está instalado, a la de descomposición.



El PP y Rajoy atraviesan un proceso acelerado de decadencia, como avalan todos los estudios demoscópicos sin excepción. La salida de la crisis y la aprobación de los Presupuestos, dos circunstancias de extraordinaria fortaleza, han sido barridas por la espiral permanente de los casos de corrupción y el acoso milimétricamente programado de Ciudadanos. Su situación recuerda a la del PSOE con Zapatero en 2011. El hedor de la corrupción (tan poco castigado electoralmente hasta ahora; ahí están los resultados electorales en España, Andalucía o Cataluña),  se ha convertido en insoportable y la detención de Zaplana y la sentencia de Gürtel han hecho saltar todos los muros de contención, se han convertido en un punto de no retorno.



Más allá de las interpretaciones jurídicas- todas legítimas, todas interesadas- de la sentencia que condena penalmente a Bárcenas y civilmente al partido, se ha consolidado una condena política y social de la que el PP no puede desprenderse. La gente creyó y sigue creyendo a Sócrates desde que hace 2.500 años dijo que solo sabía que no sabía nada. Lo que hoy no cree (casi) nadie es que el político gallego mantenga la misma ignorancia sobre la corrupción en su partido que proclamaba el filósofo griego.



Ha sido esa condena social y la irresistible atracción por la Moncloa la que ha movido al PSOE y a Pedro Sánchez a presentar la moción de censura. Los socialistas saben que ahora o nunca (aunque el nunca, en política, termina a la vuelta de un error del adversario). Lo que también deberían saber es que el triunfo no conduce inexorablemente a la victoria. 


Sánchez ha actuado con lógica política presentando la moción. Lo que políticamente no es lógico es que la misma se sustente exclusivamente en quienes, como Podemos, aspiran a destruir la Constitución que el PSOE construyó en el 78, y en quienes, como ERC, PdCat y Bildu aspiran a romper el Estado.


La política impone acuerdos incómodos y obliga a compartir camas parlamentarias con extraños, cuando no hostiles compañeros. A lo que no obliga es a depender exclusivamente de ellos. El PSOE podría haber propuesto un acuerdo a Ciudadanos y Podemos para desalojar a Rajoy y convocar inmediatamente elecciones. Nadie, salvo el PP, se lo hubiera reprochado. Si estamos ante una situación de emergencia, como proclaman Sánchez, Iglesias y Rivera, convoquemos a los ciudadanos y que los ciudadanos decidan. Si someten al voto de la militancia quién debe ser el candidato electoral y a referéndum si es coherente con el izquierdismo populista comprarse un chalé por 600.000 euros, ¿qué razón impide que sean los ciudadanos y no las cúpulas de sus partidos los que decidan el futuro gobierno del país en una situación de emergencia como proclaman?


Sánchez no lo ha hecho y en el pecado puede llevar la penitencia. Si llega a la presidencia sostenido por Podemos y los independentistas asumirá una hipoteca que acabará pagando muy caro. A Sánchez, Iglesias y Puigdemont (que es el que manda en los independentistas, no nos equivoquemos), solo les une su odio a Rajoy. Incluso se odian entre ellos. Mas allá no hay nada. Y eso es poco bagaje para gobernar un país.


Aunque ahora todos lo lleven en procesión, cuando sea presidente, si lo es, comenzarán a pasarle al cobro una deuda que será impagable y cuyos primeros recibos serán el levantamiento sin condiciones del 155 (si Torra no ha vuelto antes a la legalidad), un mejor trato de la fiscalía en los procedimientos judiciales abiertos a los independentistas y el respaldo (más o menos enmascarado) de su gobierno al referéndum de independencia. Si Sánchez accede a estas y otras peticiones continuará en Moncloa; si se niega, los cofrades que ahora lo llevan en el trono le dejarán solo y su figura de aspirante a estadista correrá el riesgo de convertirse en un juguete roto con cuyos pedazos electorales acabará jugando Rivera. Ya lo hace y desde hace meses con el PP de Rajoy.


El laberinto español es tan endiablado que cualquier salida razonable se antoja quimérica. Lo único bueno de tan compleja situación es que, en política, como en la vida, nada está escrito.



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