Siete días le han bastado a Pedro Sánchez para pasar de una oposición política gris a convertirse en presidente del país. La audacia tiene, a veces, recompensa; sobre todo si enfrente tiene un partido empecinado en construir una realidad en la que, como ha quedado demostrado, no creen ni quienes la elaboran.
Una parte de la cúpula del PP- la inmensa mayoría de sus cargos públicos y militantes no dejan de ser tan honorables como los de cualquier partido- lleva años instalada en la pasividad, cuando no en la tolerancia, con quienes han transitado por la corrupción con la misma elegancia altiva con que desfilaban en la boda imperial de El Escorial o en un Ferrari descapotable por el circuito megalomaníaco de Valencia. Como escribí la semana pasada, la ingeniería demuestra que un muro de contención puede soportar una presión de miles de kg/cm2, pero que una milésima, una sola milésima más, puede derrumbar el mayor dique. La sentencia del caso Gürtel ha acabado siendo una presión de destrucción masiva que nadie en el partido supo ver.
Quién sí supo verlo fue Pedro Sánchez y el éxito de su acierto le ha llevado hasta La Moncloa. La osadía tiene esas recompensas, ya digo, pero también lleva aparejada el riesgo de la temeridad. El nuevo presidente ha alcanzado la primera, pero nadie le garantiza que no acabe siendo víctima de la segunda. Nunca hay que olvidar que cuando más te acercas a la cima, mas cerca estás del abismo.
Cuando la euforia que siempre acompaña a la llegada a una meta inesperada sea disipada por el territorio de la realidad, el presidente tendrá que enfrentarse con ella. Desde el jueves trágico (para el PP) en que Sánchez decidió presentar la moción de censura hasta el viernes de resurrección (para el PSOE) en que fue aprobada por el Congreso, el aspirante a presidente ha jugado sus bazas sabiéndose ganador de la partida. Podemos y los independentistas necesitaban desalojar a Rajoy de La Moncloa para hacer menos incómodo el recorrido hacia sus objetivos finales; al PNV le daba igual unos que otros, cualquiera era bueno para el convento si los frailes tenían garantizados los ingresos. Sánchez jugó con cartas marcadas, sus compañeros de mesa lo sabían y le han dejado ganar porque todos ganaban en el envite.
Pero la complacencia en política es un ejercicio de cinismo efímero. Podemos y los independentistas le han concedido a Sánchez una hipoteca con un tiempo de carencia, pero, al final, tendrá que pagarla y, seguro, a un alto interés. Nadie da algo por nada y ninguno de sus aliados tácticos dejarán de pasar al cobro su apoyo. Será entonces cuando Sánchez demostrará si es un hombre de Estado con largo recorrido político o un jugador afortunado al que, más temprano que tarde, acabará abandonándole sus compañeros actuales de mesa. El tiempo desvelará la incógnita y el resultado acabará proyectándose en las urnas del próximo año.
Después de más de tres décadas conociendo a políticos no he encontrado a ninguno, ninguno, que haya alcanzado el éxito desde la convicción de su transitoriedad; todos piensan que el cargo al que acaban de llegar es eterno y olvidan que, una vez lograda la victoria, cada día que pasa es un paso más hacia la derrota.
El PP olvidó esta realidad objetiva desde su victoria en 2011 y eso explica su desolación de estas horas. Lo que no tiene explicación es la torpeza con que ha iniciado su camino hacia el destierro. La contraprogramación de Cospedal a la intervención de Rivera en el Pleno del jueves haciendo coincidir comparecencia para desmentir cualquier posibilidad de dimisión de Rajoy con la petición del presidente de Ciudadanos para que dimitiera, resultó patética. Tanto como los abucheos de la bancada popular mientras intervenía el presidente de Ciudadanos desde la tribuna. Le interrumpieron (casi) más que a los independentistas y al PSOE juntos. Si su estrategia es ser ahora la oposición a Ciudadanos acabarán adelantándose al tiempo siendo percibidos no como el primer partido que son, si no como el tercero en que le sitúan algunas encuestas.
España se adentró el viernes en una nueva etapa política en la que la hoja de ruta está por escribir. Echar a Rajoy era una aspiración de muchos y lo consiguieron. El PSOE se ha hecho, con toda legitimidad, con los mandos de la nave, pero sabe que quienes le han acompañado en la jugada son, desde ya, sus adversarios más peligrosos.
PP y Ciudadanos aspiran a desalojarlos del poder, Podemos a destruirlos y los independentistas a deshacer la España que ellos van a gobernar. Las cartas marcadas de la partida serán sustituidas por un tambor con dos balas. Echar a Rajoy era complejo; gobernar acompañado por fuerzas tan ensimismadas en su obsesiones populistas o independentistas, endiablado; tanto que hay que desear que Sánchez tenga fortuna en esa ruleta rusa que le ha llevado hasta La Moncloa y con la que tendrá que convivir hasta las elecciones.
Dejen unos y otros las euforias desmedidas y los desgarros sin mesura. El tiempo corre imparable y dentro de unos meses los españoles darán su veredicto sobre lo sucedido. Y no olviden que hasta que pasa el último cura las procesiones no terminan. Y el vía crucis del PSOE hacia la estabilidad parlamentaria y del PP hacia su refundación no ha hecho nada más que empezar.
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