No es por ponerme exquisito, pero no me veo, a la puerta de un juzgado, esperando largo tiempo a que aparezca Urdangarín para gritarle sinvergüenza y otros insultos más gruesos, que cualquiera puede imaginarse. No me veo. Primero, porque no soy británico y no me gustan las filas y, segundo, porque las esperas largas, sin conocimiento del límite, me desesperan. Uno de los orígenes de mi admiración hacia Estados Unidos, no es por Benjamin Franklyn, George Wahsington, Thomas Edison, Walt Whitman o Faulkner, sino un detalle que descubrí en Disney World, y es la manera de organizar las filas como unos bucles continuados y el aviso de los minutos que te esperan. Eso de que sepas que vas a estar en la fila cincuenta minutos, te ayuda a sosegarte y a tomar una decisión: puedes quedarte en la fila o puedes marcharte, pero nadie se queda a resoplar y a decir que qué lenta es la fila y que si lo llegas a saber no habrías venido.
No es por ponerme exquisito, pero repaso la lista de mis amigos, de las personas con las que me reúno más a menudo, y no me las puedo imaginar haciendo guardia a la puerta de un juzgado para poder insultar a un ciudadano que ha sido condenado a varios años de cárcel. Es más, amplío la lista al sector de los conocidos, y excepto un par de ellos, que pertenecen al grupo de sospechosos habituales, tampoco los veo con las venas tensas e injuriando al reo.
¡Ojo! Que no estoy solicitando una prohibición, ni censurando una conducta. Creo que todo el mundo tiene derecho a manifestarse, y si lo que le sale del cuerpo es llamar cabrón a un hombre que va a ingresar en prisión, no tengo nada en contra, aunque yo no lo haría, porque no creo que eso me fuera a producir ninguna satisfacción, a no ser que el futuro recluso me haya hecho daño en algo personal, en cuyo caso, quién sabe si tendría la tentación, pero creo que no.
Y, de verdad, que no es por ponerme exquisito.
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