Pese a que las altas temperaturas ya se han instalado entre nosotros y las radiaciones solares suben su graduación, hasta mediados de esta semana no comenzará oficialmente el verano. Un tiempo que adereza nuestras vidas con los hábitos, usos y costumbres de estas calendas que alegran el espíritu de unos y desagradan el de otros, porque al igual que nunca llueve a gusto de todo nunca hace calor para satisfacción de todo ser vivo. Tal vez en ese aspecto diferencial respecto a los periodos estacionales radique algo de la riqueza que hace único al ser humano, como lo hace singular la personalidad y sus rasgos. Al igual que las huellas dactilares, no hay dos pies iguales y tampoco existen dos seres humanos idénticos. En definitiva, la pluralidad del entorno que nos rodea refuerza la identidad de cada cual y determina el perfil individual. Bajo ese prisma nos adentramos en este nuevo verano que llega, como siempre, con sus luces y sus sombras, pero que escribirá un capítulo más de nuestra existencia con mayor o menor acierto. Un verano para todo y para nada: para contar y cantar, para soñar y vivir, para gozar y sufrir, para reír y llorar, para amar y odiar, para recordar y olvidar; un verano para los sentimientos y las emociones, para los sentidos y la indiferencia, pero verano a fin de cuentas.
Verano para un año, mejor que un año sin verano, el de 1816 en el Hemisferio Norte, que rememoran las crónicas: Copos de nieve en el mes de junio, gélidas heladas en pleno agosto, lluvias, frío y chimeneas encendidas, campos arrasados en un panorama desolador que escribió huellas imborrables en todos los ámbitos, con más de 60.000 fallecidos. El origen no fue explicado por la ciencia hasta mediados del siglo pasado: La explosión gigantesca del volcán Tambora, que ocasionó una anormal actividad solar, dado que la estratosfera quedó inundada con abundantes aerosoles de sulfatos.
Verano para viajar a los paisajes de interior, a los recuerdos perpetuos de juegos inventados sobre los adelantos del huerto familiar, las caminatas desde el alfa de la niñez por senderos pedregosos que nos llevaban a las fuentes ocultas bajo zarzas por las que corría el agua cristalina. Verano de meriendas con viajeros en aguaderas sobre las albardas de una nana marrón que siempre guiaba la fiel mano de Mariquita a alguno de aquellos manantiales que abrían el apetito y sanaban los males de la edad. Verano, a fin de cuentas, con paisaje mermado de vidas y silentes tardes tediosas en las que ya no se oyen los ecos de los jugadores cuando cantaban las cuarenta en bastos sobre los añejos veladores del casino de Luis de Haro.
Llega el estío, aunque las noches sean más endebles, los corrillos al fresco hayan perdido clientes y muchas tertulias hayan sucumbido al entretenimiento televisivo. Verano para volver, como volvemos aún cuando el dolor del alma delata la falta de abrazos y besos tan nuestros y cuando nos hiere otro dolor más, el de las ausencias. Sabemos que nuestro verano supone un paseo inevitable por la arboleda de los sueños desvanecidos, como la arboleda perdida de Rafael Alberti, un recorrido ineludible por la senda de la añoranza, un retrato en sepia de nuestra vida. Pero volvemos en verano a esa habitación interior con nombre de pueblo, al verano que viene.
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