La penúltima noche se ha escrito con agua y fuego, los elementos de la mágica fiesta pagana del solsticio de verano. Una larga y alborozada noche que se prolonga al alba entre la resaca de los ritos y la tradición que aderezan cada lugar, cada rincón de nuestra lúdica geografía en la que se evoca la vertiente esotérica de la condición humana. Noche de sortilegios, de rituales y remembranzas que hurgan en la piel humana donde se asienta el mundo insólito de la noche de San Juan. Con la luna más luna del año, anteanoche recordé algunas de las muchas historias y relatos que cuando adolescente escuché en días como ayer a la vera de las eras de algunos pueblos del Almanzora. No quedaron atrás los viejos rituales que en la víspera de San Juan asediaron la mocedad de mi pueblo, sobre todo la ilusión de los sueños endosados a la flor del “Onopordum acanthium” o cardo borriquero, emblema nacional escocés, y los augurios amorosos que la proximidad del agua nos regalaría. Desde temprana edad aprendimos del poder mágico de la vigilia sanjuanesca y aquella costumbre heredada gozaba de obligado cumplimiento. Antes del crepúsculo de la víspera andábamos los campos herbáceos y las ramblas polvorientas en cuyos márgenes recolectábamos las flores más floridas de los cardos borriqueros, cuya púrpura intensa extasiaba las ingenuas pupilas de los ojos hambrientos del primer amor. Cada cual seleccionaba igual número de flores que el de pretendidas o pretendidos tuviese. Con sumo cuidado atizaba la llama de una vela o mechero al extremo de los flósculos hasta dejarlos chamuscados, tras lo cual clavaba en las espinas del tallo un trozo de papel con el nombre del contrario o contraria pretendidos. Al filo de la medianoche las flores del cardo se situaban bajo las cantareras, donde el exudado de los cantaros mantenía la humedad. Al amanecer del día de San Juan, la esperanza e ilusión nos llevaban a comprobar el estado de las flores. Las que habían florecido auguraban éxito seguro con la persona cuyo nombre rezaba en el papel, lo que nos proporcionaba una alta dosis de ilusión y esperanza. Si por el contrario los flósculos permanecían quemados, lo mejor era abstenerse de pensar en la persona deseada.
En la noche de San Juan, bajo los cielos estrellados del Sur, anduve inmerso en un tiempo en el que las tradiciones y leyendas de las gentes de los pueblos andaluces viajaban con el viento templado de estas calendas. Eran historias que conjugaban la sorpresa con los sentimientos de aquel entonces. A la sombra de un olmo viejo, escuché con atención, tal día como ayer, la historia contada por un anciano de mi pueblo. Según su relato, una de las hijas del califa de la alcazaba, de extraordinaria belleza, gustaba peinar su hermosa cabellera todas las tardes en el peinador de la fortaleza. Con frecuencia la joven acudía a los baños al pie del fortín. En el camino de regreso, el día del solsticio estival la muchacha cruzó su mirada con la de un fornido campesino que le hizo estremecer su cuerpo. Algunas tardes después, ambos jóvenes se reencontraron y él cortó la flor de un cardo que regaló a la bella hija del califa, quien instalada en sus aposentos de la fortaleza, besó apasionadamente la flor herbácea en tanto su pensamiento quedaba absorto en la figura del campesino. Un halo humeante envolvió a la doncella que mágicamente desapareció. Nunca más se supo de ella, pero desde entonces, contaba mi relator, a la media noche de cada víspera de San Juan se adivina la imagen espectral de una hermosa mujer que vaga en silencio hasta sentarse junto a la fuente que nutría los baños árabes. En el sosiego de la vigilia la dama se descalza y moja sus pies en el agua que refleja el brillo de sus cabellos. Dice la leyenda que es la encantada de los baños de San Juan.
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