Arboleas, pueblo de maestros

Ana Llamas Bonillo
00:30 • 02 jul. 2018

Alguien escribió una vez que un pueblo sin el conocimiento de su historia pasada es como un árbol sin raíces.

Este es un pequeño fragmento de esa historia, que nos remontará a finales de los años cuarenta y nos recordará cómo la labor y emprendimiento de un grupo muy reducido de intelectuales arboleanos consiguió que muchos de nuestros paisanos accedieran a una titulación superior y, por ende, alcanzaran un nivel económico, cultural y social imposible de conseguir con los escasos recursos de los que se disponía.


 En aquel tiempo, en España apenas se construían escuelas e institutos, apostando la dictadura por la excelencia de las minorías acomodadas. Según cifras oficiales de la época, sólo el 67% de los niños estaban matriculados en la escuela primaria, aunque en la realidad la cifra era mucho menor. Este dato contrasta con que el casi 100% de los niños de países como Noruega, Austria o Alemania iban a la escuela. En el año 1965, sólo el 18,5 % de los jóvenes de entre 11 y 16 años estaban matriculados en institutos y la cifra se reducía aún más a lo que universitarios se refiere.



 A la falta de medios y de personal docente se unían las exigencias que la ley establecía para acceder a una carrera universitaria como la superación de una reválida, de una prueba de madurez y que los alumnos hubieran sido ejercitados en la lectura y comentario de textos fundamentales de la literatura y el pensamiento, en trabajos de composición y redacción literarias y en ejercicios prácticos de los idiomas modernos estudiados. Además, los de Letras debían dominar ejercicios de traducción de idiomas clásicos, y los de Ciencias, temas de Matemáticas y Física.


 Y fue en aquellos años cuando don Francisco Llamas Blesa, maestro de profesión, decidió fundar en Arboleas una Academia donde preparar a los hijos de aquellos que soñaban con un futuro distinto lejos de la dureza del campo.



 En un primer momento, d. Francisco ubicó la Academia en una de las habitaciones de su casa cuya ventana da a la actual calle Puntal, e impartió Matemáticas en las horas que le quedaban libres tras su trabajo en la escuela.


 Con el tiempo, a él se unieron otros profesores como D. César, D. Joaquín Requena, Doña Angelita García Llamas y, en la última etapa, d. Diego Bonillo, que también había sido alumno. Establecieron diferentes turnos para impartir las distintas asignaturas y establecieron en 15 ptas. mensuales el precio por aquellas clases, que algunas familias apartaban religiosamente, otras pedían que se les aplazara el pago y a los que no tenían medios, se les rebajaba e incluso se les exoneraba del mismo. Una vez jubilado, D. Francisco fue preguntado sobre qué beneficio le había reportado la Academia, y respondió:  "Para mí y mis compañeros sólo uno, aunque el mayor de todos: la satisfacción de haber sacado a mucha gente adelante".



 Y es que su objetivo era que aquellos jóvenes de entonces tuvieran la oportunidad de examinarse en la capital de los diferentes cursos superiores sin tener que trasladarse a estudiar allí. Para ello los preparaban durante todo un año y cuando llegaba el momento de examinarse de Bachiller, antes de empezar la carrera, llegaban incluso a acompañarles a Lorca.  Tras ese examen, algunos se marcharían a estudiar fuera del pueblo y la mayoría a cursar Magisterio, siguiendo el ejemplo de sus mentores, a Almería o Murcia.


 Me cuentan que el aumento de alumnos propició que la Academia fuera cambiando de sitio, estando un tiempo en la plaza del pueblo, concretamente en la Posada del Tilín, más tarde en un local de la calle de La Carrera, e incluso en una casa alquilada en la actual plaza Rivalda donde la falta de luz de las antiguas bombillas hizo que d. Francisco se quejara un día a su hijo Diego de haber perdido vista ¡y no poder leer los subíndices!

 Seis mesas, unos cuantos mapas y un par de pizarras fueron suficientes para que muchos de nuestros abuelos lograran una formación.


Aquellos niños improvisaron gomas de borrar con suelas de zapatos viejos que más que borrar, emborronaban, dibujaron mapas en las paredes de sus habitaciones copiándolos de libros prestados por sus hermanos o primos mayores y, con el apoyo de sus maestros, se labraron un futuro que condicionaría el de sus hijos y sus nietos.


Este artículo ha sido fruto de muchas peticiones para que yo fuera quien contara la historia no sólo de mis abuelos, sino de tantos buenos maestros que nacieron en Arboleas y con él no pretendo sino honrar su memoria y el proverbio que dice: "cuando bebas agua, recuerda la fuente".


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