Rostros del verano

José Luis Masegosa
00:30 • 09 jul. 2018

Hace algunos años, cuando no existían los smartphones, ni las tabletas, ni los prodigiosos inventos de la tecnología, los ciudadanos viajaban en los transportes públicos leyendo, dormidos o mirando a la nada. Ahora nadie va así. El tiempo invertido en los viajes hay que aprovecharlo al máximo porque tememos perderlo, ya que es escaso. Somos prisioneros de la obsesión que nos ha impuesto la existencia que nos ha tocado como en una tómbola, que es cruel y atroz para la compleja tarea de hacernos a nosotros mismos, pues la vida es un crecimiento progresivo, un aprendizaje de nosotros cuya finalidad es que el último de nuestros días presentemos nuestra mejor versión merced a cuanto hemos podido atesorar y eliminar durante nuestro trayecto vital. Para lograr tal objetivo es necesario el tiempo y otros muchos requisitos que se nos escapan de las manos todos los días. Una pérdida que ofrece diferente rostro, según nuestro hábitat. Las opciones urbanita y rural cuentan mucho a la hora de perder. Aunque vivir en el ámbito rural es bastante duro, no es mal ejercicio para un urbanita trasladarse al campo y dejarse llevar por experiencias que no brinda la ciudad: el vacío, la nada, el horizonte, amén de la paz y el sosiego, encontrarse a uno mismo y apearse un poco de ese vértigo cotidiano en el que nos hemos zambullido. De esa guisa podremos entender con mayor facilidad quién es cada cual, lograremos ser capaces de pensar serenamente y de dotarnos de paciencia, tan útil y necesaria en la vorágine que nos envuelve.


Ahora que el verano nos abraza,  experiencias semejantes a las referidas en el entorno rural  podremos encontrarlas en el litoral, donde las olas besan la tórrida arena de la memoria personal. La foto parece  extraída del álbum perdido  de mi infancia, de esos veranos de idas y venidas a las entonces calas familiares, íntimas casi, de San Juan de los Terreros, donde pasábamos la vida entre revolcones de olas y arenas o  en las desérticas playas del Levante, donde las peleas con el poniente de la mar abierta vencían la vulnerabilidad de nuestra tierna musculatura. Eran días de calor, la intensa luz que se fundía con el agua nos obligaba a entornar los asombrados ojos. El mar se cubría de diminutas estrellas de plata y para zambullirnos bajo ellas teníamos que superar la arena calcinada y resplandeciente, pues las pasarelas de madera eran un privilegio de otros parajes más desarrollados. Aquellas tonalidades aportaban tanta suavidad y brisa a la escena que olvidábamos el sudor, la sal en las pestañas, el escozor de las enrojecidas espaldas, la arena amasada en el pelo y el cuerpo ardiente.


En la playa salvaje de nuestros recuerdos no hay colmenas de  apartamentos, ni tumbonas, ni vendedores ambulantes, ni duchas, ni chiringuitos. Nuestros sentimientos se dirigen hacia el primer mar y los entrantes rocosos que han quedado acuñados en la mente con el ímpetu de lo real. Tan real como la indescriptible y fascinante sorpresa que causó a nuestra entrañable cuidadora, María del Carmen, cuando frisando los noventa, pudo ver y conocer el mar por primera vez en su vida. Un mar calmo ante el que la nonagenaria visitante respondió con una mirada única que aún vive en mi memoria. Pero las marcas de los bañadores recuerdan que los pequeños de la foto  tendrán  que regresar a la civilización y desandar la travesía entre el presente –entonces- y el futuro –ahora-. Y los ciudadanos tendrán que atender sus dispositivos tecnológicos en sus desplazamientos. Por ahora, nos quedaremos con estos rostros del verano. 







Temas relacionados

para ti

en destaque