La llanta de la desechada bicicleta, empujada por la mano infantil que sostenía el gancho artesanal de alambre, rodaba a gran velocidad hasta que se detuvo a bote pronto sobre la pedregosa calle que accedía al pueblo de Tierra de Campos. Cincuenta y ocho años después, aquel avieso rapaz hace unos días que estacionó su utilitario frente a la fábrica de harina de don Segundino, tras cerciorarse de la adecuación del aparcamiento y ante el asombro de tres sorprendidos lugareños que no dudaron en preguntarse por la inesperada presencia de este forastero, cuando casi nadie extraño se acerca por este rincón de Tierra de Pan y Vino.
En la vorágine de este trasiego estival, frente a opciones vacacionales más lúdicas y convencionales, el viajero ha decidido retornar tras los pasos perdidos de su memoria y realizar el trayecto inverso a aquel que en los inicios de los años sesenta le trajo al Sur junto a toda su familia en un camión de los Transportes Ramiro Torio. La rueda del tiempo ha sido un sueño, meditaba el supuesto foráneo entre los recuerdos felices de la infancia, ese territorio mítico al que Rilke bautizó como “la verdadera patria”. El universo de Cerecinos del Campos ha sufrido escasas transformaciones, salvo la terrible diáspora que como a numerosos municipios de nuestra geografía los ha puesto en el abismo de la desaparición.
Nuestro caminante se reencuentra con la humilde arquitectura de siempre, donde el barro prevalece, así como los castigados ventanales de madera, huérfanos de cristales. Tras un viejo portalón descansa una anciana lugareña, a quien el visitante descubre que es hijo de don Bautista, el secretario municipal que logró la primera red de suministro de agua potable. El viajero inquiere por el domicilio de la señora Teresa, una íntima amiga de su madre, emparentada con el reconocido escultor Baltasar Lobo, a quien quiere saludar.
Seis años hace que murió, sentencia la viejita. Pese a la media docena de años transcurridos, el rastreador de la memoria muestra sus condolencias a Baruchi, la hija de la señora Teresa, con quien las horas se detienen y las remembranzas se prodigan: La llegada de la televisión, en 1957 al café de Manolo, donde la vecindad acudía a contemplar la incipiente programación, y cuando el local se saturaba los pequeños asomaban sus ingenuos ojos por el ventanal de la planta baja de la casa de don Segundino, el primer vecino que instaló una televisión en su domicilio. Resuena también el chasquido de las fichas de dominó en los veladores del café de Saturnino.
A media tarde la visita de Tista, el hijo del secretario, es conocida por los escasos vecinos que acuden amables a agradecer el gesto personal. Allí están los compañeros de pupitre de la escuela de don Luis, que sufría una marcada cojera, y los de don José Mesa, el maestro de los mayores, junto a las hazañas de Nazario, el mejor buscador de nidos, o las ocurrencias de Linito, Cesitar o Baltasar. La mirada henchida de nostalgia goza los paisajes de los palomares que aún quedan en pie, en tanto los olores del trigo trillado en la era y la paja de la parva alternan con las canciones y risas del Domingo Tortillero, mientras tañen las campanas de cuando monaguillo con don Pedro, el cura.
Huele a cítricos el improvisado convecino cuando corren la naranja el día del Ángel, que rememora con el hijo del cartero, se embriaga con los aguinaldos de los quintos, se deleita con las corridas de cintas por San Antón y queda entusiasmado con San Esteban, a punto de caer al Arroyo la Vega por la disputa entre los dos barrios, el de Arriba y el de Abajo, cada uno con su iglesia: Santa Marta y San Juan, respectivamente. este retorno a la vida más gozosa no puede faltar el recorrido interior por la casa familiar: la “Montesa” del padre en la entrada, junto al despacho, la cocina de leña y paja, la radio “Philips” cubierta con el tapete de cretona y las cámaras de uvas colgantes… Es el retrato de un viaje imprescindible, el de la memoria de cada cual, un viaje, en este caso, a la libertad, la de Tista, un niño que la perdió cuando lo llevaron a la ciudad.
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