Sobre la inmigración ilegal

Antonio Felipe Rubio
00:30 • 27 jul. 2018

Millones de españoles se disponen a tomar vacaciones de verano en agosto, mes que propicia un cambio de actitud en hábitos cotidianos. Entre otras, se relaja la costumbre de adquirir información por los medios tradicionales: leer el periódico en la cafetería, oír la radio camino del trabajo, ver la televisión a la hora de comer… El veraneante de agosto está más pendiente del tráfico, cancelación de vuelos y otras huelgas que de la exhumación de Franco, la exigencia de cuota de Soraya, las imbecilidades de Puigdemont y las aéreas aficiones de Pedro Sánchez.

No obstante, aunque viajemos a los antípodas se puede intuir el devenir. Percutir en los mismos errores es una cualidad que ya nos define.


La necesidad de hacer cinegética exhibición de la pieza cobrada es un atavismo que en la izquierda se ha convertido en consustancial a su estirpe “democrática”.



No se puede acceder al gobierno sin la necesaria celebración revanchista de desenterramientos y reedición histórica de hace ochenta años. Una pérdida de energías y ganas de hurgar en pretéritas confrontaciones que nos distancian y distraen para hacernos más débiles, coléricos y vulnerables.


Como en todas las sectas ideológicas, el símbolo y su acatamiento universal es la antesala del totalitarismo. Y no hay símbolo más distinguible y diferenciador en el reino animal que la comunicación a través del lenguaje. La politización de la expresión verbal es una batalla que va minando la conciencia de los ciudadanos sometidos a la desazón permanente de lo políticamente correcto y, no contentos con instilar la ponzoña en el lenguaje cotidiano, lo intentan con la corrección “inclusiva” de la Constitución; todo un atrevimiento de alto nivel que no podría tener mejor defensa que la de la prolífica Carmen Calvo “dixit”.



Cuando un asunto alcanza problemas de compleja solución se opta por cambiar el concepto.


Ya lo decía Orwell: “Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”. Ahora al problema de la inmigración ilegal se le llama “migración, migrantes, migraciones”. Mal asunto. Cuando se modifica el concepto es signo inequívoco de incremento del problema y ausencia de soluciones. Recuerden cuando Zapatero evitaba la crisis y hablaba de “desaceleración acelerada”.



Cuando Andalucía y Almería están recibiendo una importantísima presión en el tráfico de inmigración ilegal, el Gobierno de España no modifica sus políticas ni afronta el problema de saturación de los centros de acogida, presión inasumible de los Cuerpos de Seguridad del Estado e impotencia para el servicio de Salvamento Marítimo que ve ocupadas sus embarcaciones como “residencias flotantes” ante el caos en tierra. Evidentemente, estas embarcaciones no se conciben amarradas y con la cubierta atestada de inmigrantes ilegales rescatados. Afortunadamente no se ha producido una emergencia que precisara su inmediata acción para evitar un naufragio en un pesquero u otras embarcaciones en riesgo.


El salto multitudinario de la verja en Ceuta, realizado con indisimulada violencia contra la Guardia Civil utilizando cal viva y cócteles Molotov, es una muestra más de la gradación de un problema que no encuentra soluciones, salvo el ocurrente eufemismo. Simplemente se opta por cambiar el concepto; de inmigración ilegal se pasa y se ordena decir “migración y migrantes” y así parece todo más progresista en el pánfilo despliegue argumental.


Como en tantas ocasiones, los cambios argumentales distorsionan el significado. Veamos qué  dice la RAE sobre “Inmigrante”: Instalarse una persona en un lugar distinto de donde vivía dentro del propio país, en busca de mejores medios de vida. Y ahora, “Migrar”: Trasladarse desde el lugar en que se habita a otro diferente. Y les pregunto, ¿cuál es la acepción que mejor se ajusta a la realidad? ¿Qué necesidad había de cambiar el concepto?


Y lo peor es que durante estos días el problema se va acrecentando exponencialmente y los culpables no serán los incapaces gobernantes, sino los que llaman a las cosas por su nombre.


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