José Luis Masegosa
22:08 • 21 ago. 2011
Nuestros pueblos y ciudades arden en fiesta. Agosto es el mes más festero del calendario romano que recuerda cuan efímera es la vida. En cada comunidad, en cada ciudad, en cada pueblo o aldea la tradición manda y como una rueda gira y nos trae en cada edición agosteña los divertimentos y juegos de siempre. A veces se paran los relojes en estos rincones y quedan náufragos en un tiempo que muchos quisieran perpetuar, un tiempo donde nada habita más que la dicha de sentirse en paz con uno mismo y con los demás. Acaso sea esta una de las expresiones más primitivas de la felicidad, esa inusual sensación de saberse en un mundo donde prima el espíritu alegre y jovial, donde no hay lugar a la desazón. Tal vez sea esta una de las razones que mueve la masa humana a concentrarse en fiestas que con tan interesante y variada oferta se prodigan en estos días por doquier.
Es difícil encontrar una de estas fiestas, sobre todo en el ámbito rural, cuyo programa no anuncie juegos y diversiones similares. Una de estas modalidades que con tanta asiduidad hallamos en los textos festivos es la carrera de cintas, que en algunas comunidades se les denomina también de sortija, y cuya proyección a lo largo de los últimos cuatro siglos ha traspasado el Atlántico para ofrecer curiosos formatos en el continente americano. Todos los estudios sobre las carreras de cintas sitúan su origen en la evolución de los torneos medievales y de los antiguos juegos florales, por lo que la utilización del caballo o de otros équidos, ahora sustituidos por motos y bicicletas, ha sido habitual en todas partes. Las cintas, cuya decoración y exorno ha adjudicado la tradición a las jóvenes y mozas de cada lugar, son herederas de las que en el medievo lucían los jinetes en todas las competiciones.
No es de extrañar la dedicación y esmero que en la antesala de las competiciones ponen las lugareñas para conseguir la mejor y más bonita cinta de las que concurren en la carrera, sabedoras de que habrán de ser ellas quienes las coloquen en los torsos de los competidores, virtuales aspirantes al cortejo. En una de estas carreras me relataron la historia acaecida, mediados los ochenta, en un pueblo almeriense donde este juego se halla muy arraigado. Tras lograr limpiamente varias cintas en las distintas pasadas, un joven jinete se vio sorprendido con el último trofeo: una cinta blanca, sin firma ni identidad. No hubo chica que se atribuyera el anónimo obsequio. El joven nunca más volvió a competir. Me cuentan que aún hoy el corredor agraviado busca sin éxito a la moza de la cinta blanca en el convencimiento de que es la mujer de su vida. En el pueblo le llaman el “loco de las cintas”.
Es difícil encontrar una de estas fiestas, sobre todo en el ámbito rural, cuyo programa no anuncie juegos y diversiones similares. Una de estas modalidades que con tanta asiduidad hallamos en los textos festivos es la carrera de cintas, que en algunas comunidades se les denomina también de sortija, y cuya proyección a lo largo de los últimos cuatro siglos ha traspasado el Atlántico para ofrecer curiosos formatos en el continente americano. Todos los estudios sobre las carreras de cintas sitúan su origen en la evolución de los torneos medievales y de los antiguos juegos florales, por lo que la utilización del caballo o de otros équidos, ahora sustituidos por motos y bicicletas, ha sido habitual en todas partes. Las cintas, cuya decoración y exorno ha adjudicado la tradición a las jóvenes y mozas de cada lugar, son herederas de las que en el medievo lucían los jinetes en todas las competiciones.
No es de extrañar la dedicación y esmero que en la antesala de las competiciones ponen las lugareñas para conseguir la mejor y más bonita cinta de las que concurren en la carrera, sabedoras de que habrán de ser ellas quienes las coloquen en los torsos de los competidores, virtuales aspirantes al cortejo. En una de estas carreras me relataron la historia acaecida, mediados los ochenta, en un pueblo almeriense donde este juego se halla muy arraigado. Tras lograr limpiamente varias cintas en las distintas pasadas, un joven jinete se vio sorprendido con el último trofeo: una cinta blanca, sin firma ni identidad. No hubo chica que se atribuyera el anónimo obsequio. El joven nunca más volvió a competir. Me cuentan que aún hoy el corredor agraviado busca sin éxito a la moza de la cinta blanca en el convencimiento de que es la mujer de su vida. En el pueblo le llaman el “loco de las cintas”.
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