La sociedad española se precia por ser una sociedad bastante abierta y tolerante, muy comprensiva, en especial, con las inmigración. Quizás sea por nuestra propia historia pasada cuando al final de la guerra cerca de medio millón de españoles tuvieron que exiliarse o en las migraciones económicas de la década de los 60 hacia Francia, Alemania o Suiza. Sea como fuere, hasta ahora no había calado hondo el discurso xenófobo en las raíces de nuestra convivencia. En una época en la que contamos con innumerables herramientas de información, las “fake news” se han instalado como parte de la comunicación social. Ya señalaba Manuel Castells que la nuestra es la sociedad de la desinformación gracias, paradójicamente, a los excesivos canales comunicativos. Y las redes sociales son el perfecto altavoz para ello. Pero ellas, las redes, no son ni muchos menos las culpables del inicio de esos discursos: lo son las personas.
En los últimos días hemos asistido a varios discursos que rozan la intolerancia: el millón de inmigrantes, los papeles para todos, el efecto llamada, la insostenibilidad de Estado del Bienestar, etc. Todos son elementos negativos hacia la inmigración y nadie es capaz de decir ni un solo argumento a favor. Hace pocos días el Fondo Monetario Internacional, organismo poco sospechoso de ser un “nido de rojos”, señalaba que España necesitaba al menos cinco millones de inmigrantes para el sostenimiento viable de las pensiones y el Estado del Bienestar.
Cinco millones. Y nos llevamos las manos a la cabeza por 20.000 que han llegado en los últimos. Cuando en los primeros años de la década del 2000 se regularizó a varios miles de inmigrantes que se encontraban de forma irregular en nuestro país no hubo tanta alarma social como ahora.
¿Por qué? Simple: el mercado laboral soportaba el acceso de todos ellos y no había quien “quitase trabajo a los españoles”. Las imágenes de los subsaharianos bajo plástico mientras los “nuevos ricos” iban en cochazos, al tiempo que pagaban lo mínimo legal (o ilegal) a los inmigrantes, parece que ha sido borrada del imaginario colectivo. Me pregunto si el verdadero miedo es al inmigrante pobre.
Los discursos políticos también tienen consecuencias en parte de la sociedad, sobre todo cuando venimos de una crisis brutal que ha esquilmado los recursos y la paciencia de millones de personas. Y no hay nada mejor que buscar un enemigo exterior para desviar esa indignación que de otra manera se manifestaría contra los gobiernos y los partidos políticos. Pero hay cuestiones que no soportan la disputa política ni el contraste de los datos: no es cierto que se haya puesto encima de la mesa el debate acerca de los “papeles para todos”.
No es cierto que la inmigración sea un problema para el mantenimiento del Estado del Bienestar, que decae principalmente porque empieza a no haber recursos para mantenerla tal y como la conocemos debido a la falta de cotizaciones sociales y a la poca recaudación impositiva (recuerden lo que afirma el FMI: cinco millones). Y por supuesto, no es cierto que haya una “efecto llamada” a raíz de la recepción por parte del Gobierno socialista del “Aquarius”: las rutas migratorias no cambian en semanas y habría que mirar a las políticas migratorias de los anteriores gobiernos y a los problemas de los países de origen para explicar el fenómeno.
En pleno siglo XXI la cuestión de la inmigración debería estar enmarcada en el seno del cumplimiento de los Derechos Humanos y la solidaridad y no en discursos incendiarios, porque el único efecto llamada es a la intolerancia y la xenofobia.
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