La semana que hoy comienza se alza por méritos propios en el epicentro festivo de numerosos lugares de nuestra festiva geografía. Al final de una feria sigue el inicio de otras y estos días de agosto variopinto transcurren como un carrusel lúdico en el que los obreros de sueños y los fabricantes de sonrisas cierran el telón de su penúltimo escenario, levantan sus chirimbolos, embalan sus artilugios y reinician su camino solitario por donde el sendero los lleva. Casi siempre a otra feria, a otra plaza donde se amontonen los vecinos para admirar sus prodigios, disfrutar de sus burlas o sonreír sus gracias.
Frente a tantos palcos de exclusivo contenido político, ante la farsa que nuestros cómicos padres de la cosa pública representan a diario con tan sesuda habilidad, un servidor prefiere ocuparse de los cómicos vocacionales.Estos trashumantes de la ilusión tuvieron en sus orígenes funciones y cometidos de alta relevancia. Supieron cubrir con imaginación el vacío informativo del momento: Escuchaban relatos e historias que después adaptaban a la representación de sus fantoches para hacerlos llegar a las gentes y facilitarles,, de esta guisa la información sobre los mismos que de otra manera no podían obtener. Bajo la advocación de San Simeón el Salo, las generaciones de guiñoleros han llevado los espectáculos de “Gorgoritos” a todos los rincones de nuestra geografía para arrancar sonrisas de los talantes más ásperos.
Siempre he sentido atracción por el mundo de los ensueños y sus habitantes, estas calendas de fiesta me recuerdan las divertidas sesiones de polichinelas de nuestros pueblos. Actuaciones en las que el talentoso artista sorprendía al respetable con el soplo mágico para hacer brotar monedas en recipientes y bolsas vacíos que, instantes antes, el público había palpado con sus manos. Escenarios de calles y plazas donde los artistas solicitaban a la concurrencia la presencia de un espontáneo para, al punto, mostrar a al atrevido voluntario mágicos espejos en los que el avispado espectador constataba, estupefacto, su rostro peregrino convertido en hermano de un pollino. El acontecimiento se convertía en la rechifla de los demás asistentes que ya contaban con argumento para prolongar la chanza durante tiempo después.
Con agrado recuerdo la historia que un buen día llegó a mis oídos en boca de un integrante de “El Vagón de los títeres”. Román, el hijo de un compañero suyo, vivía inmerso en el universo fantástico de la compañía. Siempre dijo que quería ser mago. Un día, cuando los titiriteros actuaban en un rincón alpujarreño el pequeño quedó sumido en un profundo sueño. Tras dos jornadas en manos de Morfeo despertó convertido en bruja de los cuentos con capacidad para transformarse en cuanto quisiera. Román contó a todos los componentes de la trouppe que había estado en el “Mundo de los Sueños”, donde había conocido a duendes y donde sus deseos se habían hecho realidad. El ensoñador descubrió el valor de la fantasía que relataba en las actuaciones, pero también aprendió la magia que supone vivir en este mundo. Román es titiritero y, como otros muchos, canta sus sueños y sus miserias, de feria en feria, que pregona Serrat. Y es que es tiempo de cómicos.
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