La soledad que une

José Luis Masegosa
07:00 • 26 ago. 2018

A estas alturas del calendario, en los pueblos fértiles del agro español las cosechas de las mieses llenan positos y graneros como cargados se hallan los almacenes de los hormigueros. La bajamar de la resaca festiva escribe este lunes con tinta roja renglones imprecisos de promesas imposibles y los adioses se cruzan desesperados en las comisuras de bocas hambrientas. Apenas decae el calor sofocante del estío y las gentes tornan en busca de sus particulares sombras en tierras de olmos enramadas, allí donde la cotidianidad llama de nuevo y la rutina ganará la partida, día a día,  a la excepcionalidad  veraniega . Es tiempo de mudanza y el silencio retornará con la vecindad que aún se resguarda tras las cortinas de las puertas de las casas de algunos pueblos para preservar su intimidad, a la par que poder observar sin que la observancia penetre de tranco para adentro. A lo más que llegará la excepción vacacional será al final de esta semana que cierra un ciclo de encuentros y reencuentros, de tornadas y retornadas, con el que el tedio tomará posesión de las calles y plazas de nuestros pequeños pueblos que, amenazados por la extinción,  pasan por la vida.


La soledad que abraza durante gran parte del año a estos núcleos tiene su hermana gemela en la soledad de los humanos, en cualquier lugar y en todas partes. Entre ellos se buscan, a veces sin encontrarse, y desahogan sus penas al viento. No es el caso de Elvira Ballesteros y de Eulalia García, “Laly”, dos jóvenes señoras, compañeras y amigas, a quienes la soledad de los años las encontró hace más de cuatro décadas en  Campo de Montiel, la cuna cervantina de las Bodas de Camacho, el pasaje quijotesco que todos los años se rememora en Fuenllana, uno de los valiosos ejemplos de villar rural manchega que mejor ofrece la estampa de los pueblos pequeños, blancos y agrícolas que retratara el genial creador de Don Quijote . La vida de Elvira, que cuenta 83 años, descendiente directa y  heredera del regidor cristiano de Villanueva de los Infantes, Fernando Ballesteros y Saavedra, ha sido rompedora en un entorno pequeño y cerrado. Mediados los años sesenta del pasado siglo viajaba a lomos de su “Seat 600”, que ella misma conducía. Anduvo y retuvo paisajes y ciudades hasta que retornó a la casa familiar para hacerse cargo del legado heredado. Laly, de 75 años, abandonó Fuenllana muy joven y pasó parte de su vida entre cuarteles de la Benemérita, dada su condición de hija del cuerpo civil, hasta que jubilado su progenitor regresó a la cuna manchega. La soledad con la que adormecen los grillos las noches de los abuelos y de los pueblos no era la mejor compañía para Elvira, quien no soportaba tan aislada situación, por lo que tras la vuelta de Laly ambas decidieron desterrar el fantasma de la soledad.


Acompañadas de Carla y Nora, madre e hija de raza Labrador, las dos fuenllaneras, que reparten su tiempo entre una tableta –Elvira- y los pinceles –Laly- son testigos privilegiadas de las mudanzas de estas calendas: Acomodadas tras la tupida mosquitera de un ventanal, ambas mujeres contemplan las idas y venidas de la vida de Fuenllana por medio de los postigos que abren a la Plaza de Santo Tomás de Villanueva.  Si giran la mirada hacia dentro pueden entretenerse con la ficción o desnudar la vida virtual que regala la pequeña pantalla. Cuando el aislamiento otoñal o el retiro invernal habiten las esquinas de los pequeños pueblos, Elvira y Laly no caerán en el aburrimiento porque, como muy bien dicen, se mirarán mutuamente y reconocerán que la soledad es un fantasma sin invitación para visitarlas.  






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