Dudo mucho que sea una buena idea que los bares tengan una carta de tapas tan amplia. Se pierde mucho tiempo decidiendo en los gastrobares, es muy difícil elegir y los nombres de las tapas son muy largos y complejos. La camarera lleva dos minutos tomando nota en la mesa de al lado, ha traducido como un opositor la carta completa, dos veces y, viendo que los clientes no se decidían, ha terminado por irse aburrida y remitirlos al temario o a la carta, que se la estudien, luego vendría a tomarles la lección y la nota.
Son demasiadas tapas, la oferta cada vez es mayor, yo siempre pido lo mismo que mi acompañante, me guste o no, eso es lo de menos. Si voy yo solo, pido al tuntún. El camarero me suele mirar con los ojos vidriosos, llenos de amor y agradecimiento por mi simpleza y rapidez. Si acudo a un velatorio repito la frase que ha dicho el que ha saludado al doliente justo antes que yo. Que dice lo siento mucho, pues yo lo siento mucho, que dice no somos nadie, pues yo que no somos nadie. En los bares y en los velatorios soy como el eco. La creatividad en la cocina y en los tanatorios está sobrevalorada. Si yo tuviera un bar sólo pondría dos tapas, me especializaría en revuelto de huevo con patatas y en calamares fritos. Tal vez cambiaría la carta cada cierto tiempo, pero me mantendría fiel a unos principios sobre tubérculos y cefalópodos. O sólo pondría tapas que fueran esdrújulas, las palabras esdrújulas son especiales —Para los veganos, espárragos. Hasta la palabra “esdrújula” es esdrújula—. En Madrid la gente hace cola en el bar de los bocadillos de calamares fritos. Si no te gustan los bocadillos de calamares, pues no vayas. Es sencillo. Y si no te gustan las tapas esdrújulas de mi bar imaginario, pues no vengas. Vete a un bar agudo o a un bar llano.
La hostelería se complica por momentos, la chica de la mesa de al lado ha pedido para desayunar un café, pero descafeinado, americano, pero en taza y con una nube de leche fría, pero con azúcar moreno y una tostada de tomate con tomate y jamón, pero con el jamón aparte y un bote de orégano. Ha pedido un desayuno adversativo. Es imposible recordar eso —ya seas humano o tablet—. Yo he pedido un café con leche muy caliente. Siempre albergo la esperanza de quemarme la lengua y que se me quede insensible. Una lengua indolente es muy importante para un escritor, con ella puedo escribir cualquier cosa con la distancia necesaria y la lengua achicharrada. Ese día que se me queda pelada ya me da igual lo que almuerzo porque todo me sabe lo mismo y me importa un pito lo que escribo, como hoy. Si digo algo no se me entiende bien, pues lo dice la lengua de otro, la lengua quemada, y no me repito, digo otras cosas y beso distinto. Si beso a alguien no siento nada, yo beso mal, mi lengua escaldada besa muy bien. Y si mando a mi jefe a hacer puñetas, me quedo tan pancho. Sólo noto cientos de agujas pinchándome cuando la empujo contra en velo del paladar, que es un sitio muy raro que todos tenemos, está lleno de pliegues que nos son ajenos, tiene un nombre tan bonito como “el cielo de la boca”. Las lenguas muertas van al cielo de la boca, las que han sido buenas. Las malas van al infierno y se queman.
En un artículo del dominical que me ha traído el camarero dice que el picante es adictivo porque produce dolor y ante ese dolor el cuerpo reacciona segregando endorfinas para mitigarlo, un mecanismo de defensa del organismo. Pero resulta que éstas son un opiáceo natural y que, además de mitigar el dolor, producen placer. Y por eso después de echarle tabasco a las patatas fritas, juras que no y que no, que de ninguna manera vas a volver a tomar más picante y que no volverás a beber el café tan caliente y que no tendrás más resacas y que nunca vas a tener pareja ni a escribir más, y vuelves a hacerlo.
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