Cada vez que veo el anuncio de un acto cultural, un concierto, una película, un algo que me interesa y al que me gustaría asistir, para recordarlo lo fotografío y lo comparto por wasap a un grupo que creé hace tiempo y en el que sólo estoy yo —a veces lo tengo que silenciar de lo pesado que me pongo—. El grupo se llama Yo y mis cosas, para que el burro vaya delante, y tiene una foto del tresillo de mi salón, para justificar que probablemente no iré por pereza. El nombre de los grupos y el nombre de las cosas es más importante de lo que parece. A mi grupo de wasap no sólo mando fotografías, también envío algún mensaje de texto.
Sonó un pi-pí, saqué el móvil del bolsillo y abrí el wasap, decía «¿Tapeamos hoy en La bodeguica Miguel del Rei? A las 21h estaré allí». Me pareció un buen plan y, aunque no respondí confirmando mi presencia por si a última hora me arrepentía y me dejaba colgado, finalmente fui y allí estaba yo.
Pero no sólo estaba yo en el bar, también estaba mi exmujer. Tuve el impulso de marcharme porque ella aún no me había visto entrar, estaba sentada de espaldas, tomando unas cervezas con una amiga a la que yo no conocía. Titubeé —qué ganas tenía de escribir alguna vez esta palabra tan cursi— e instintivamente di dos pasos atrás, y luego dos hacia delante, y otros dos hacia atrás —parecía mi madre bailando en una boda—, me di la vuelta, hice un par de fintas y me dije que por qué no me quedaba, y me senté. No fue premeditado, señoría, era la única mesa libre que había, estaba justo a su lado y me senté en la silla que ella tenía detrás de la espalda. Espalda con espalda, otra vez juntos, pensé que era muy metafórico.
Cuando el camarero se acercó a tomar nota, me puse la mano en el cuello con cara de chino para que él pensara que me dolía mucho la garganta y que por eso no podía hablar —ella me habría reconocido por la voz—. Le entregué un papelito donde había escrito, una jarra de cerveza y un secreto. El camarero cabeceó para asentir y no dijo ni una palabra porque pensó que yo era sordo. Se llevó el papel y yo saqué un lápiz y mi libretita Moleskine para anotar las veces que los jóvenes de la mesa de la derecha decían en plan, hermano y lo que es. Iba a hacer un estudio estadístico de campo, eso entretiene mucho. Cuando el camarero me trajo el secreto ya llevaba anotados doce en planes, seis hermanos y cinco lo que es. Era difícil desdoblarse para escuchar las conversaciones de ambas mesas, menos mal que los chicos hablaban de trap y de músicos cuyos nombres yo no conocía, así que no podía, ni quería, seguir la conversación, sólo hacía una cruz si decían alguno de los tres ítems que estaba estudiando. Yo estaba en lo que estaba, en la conversación de mi ex en la mesa de atrás. Pueden llamarme lo que quieran, pero no soy un cotilla, en realidad, sólo quería saber si alguna vez me nombraba o, si hablaba de mí, qué diría. Habló de ropa con su amiga, del trabajo, de una serie de Netflix y, cuando me trajeron el secreto, la escuché decir la frase El padre de los niños —en la mesa de al lado dijeron en plan, pero ya había dejado de anotar y la antena estaba orientada hacia atrás—. Me di cuenta de que yo ya no tenía nombre, o tenía otro nombre, yo antes era Juan o era Vida, ahora era El padre de los niños, era Juan Nadie interpretado por Gary Cooper. Me acordé de que mi abogada me sugirió que, al menos en su despacho, dejara de nombrarla, de decir su nombre de pila. Mi abogada, si tenía que hacerme alguna pregunta para ir preparando los papeles de la separación, se refería a ella como esa señora. No me gustaba cómo sonaba y yo empecé a llamarla ella, al menos eso era un pronombre personal.
Les cambiamos el nombre a las cosas para que las cosas cambien, al menos en nuestra cabeza, le ponemos a un trozo de carne secreto, o a una persona El padre de los niños, dejamos de usar algunos emoticonos que forman parte de nuestra intrahistoria, un mono, un delfín, una carita. Cogí el móvil y le cambié el nombre a mi grupo de wasap por el de El padre de los niños y sus cosas. Al hacerlo vi que, días atrás, yo me había enviado al grupo el cartel de un concierto de Fumangie en el Zaguán, pagué y me fui a escucharlos. Son buenísimos, pensé. Con otro nombre serían más famosos que Vetusta Morla. ¿A quién le importa el nombre de las cosas?
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/157821/el-nombre-de-las-cosas