Es posible que el lío organizado a cuenta de los chistes gitanofóbicos del ciudadano que atiende al nombre de Rober Bodegas parta de una confusión: no son chistes. Ni, desde luego, humor. Un chiste, pese que a difícilmente puede llegar a la estupidez y a la patosidad de una broma, puede ofender, pero ¿y un no-chiste? No se ofendan, pues, los gitanos, por aquello que a gitanos y a payos debiera movernos a compasión, la incapacidad para el chiste de una criatura empeñada en ganarse la vida con los chistes precisamente.
Aun en el caso de que los productos del discutible ingenio de Bodegas fueran chistes, éstos serían tan malos, tan rupestres, tan vulgares, que el propio sindicato de monologuistas, si es que tal cosa existe, debería tomar cartas en el asunto. A un cirujano carnicero, a un futbolista tórpido y encima chupón, a un catedrático analfabeto o a un bombero priómano se le echarían encima, corporativamente, sus colegas, por considerarlos un baldón para el oficio, pero en el caso de éste cuenta chistes que no son chistes, sino tópicos cuñadescos e infamantes, la profesión ha cerrado filas en torno a él con aterradora unanimidad. Y todo, al parecer, porque se ha querido mezclar la libertad de expresión con la calidad exigible a cualquier producto para el consumo humano.
La libertad no es algo que se dé, sino que se quita, y por nada del mundo quisiera uno, aunque sólo fuera por egoísmo, que se siguiera alimentando la deriva de quitar a las personas la libertad de decir, o escribir, lo que les de la gana. Que Bodegas gaste una mirada tan esquinada, ígnara y sucia sobre el admirable pueblo gitano es su problema, el de su mirada, aunque más escalofriante es que alguien se ría con lo que semejante mirada cree ver, pero, por la misma razón, por el mismo fervor por la libertad del que, por cierto, mis hermanos calés saben mucho, nadie debería negarles la libertad de ofenderse con las injurias de Bodegas, que si gasta una mirada torcida hacia la gitanería, no parece que gaste ni un adarme en la consideración y el respeto que merece un pueblo tan vilipendiado y perseguido.
Bodegas, en fin, se ha hecho acreedor de la reconvención de los gitanos, y de los payos sensibles e instruidos, no por usar su libertad, sino por usarla lastimando, y, sobre todo, por aplicarla brutalmente a un campo para él desconocido, el del humor.
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