En la mesa de al lado hay tres parejas, deben de ser famosos, pues me suenan mucho las caras de los hombres, razón por la cual deduzco que sólo pueden ser futbolistas del Almería o poetas, una de dos. Lo sé porque en mi casa yo sólo leo prensa deportiva y mi última pareja era muy aficionada a la poesía. Estoy seguro de que los vi en la solapa de algún libro de su mesita de noche, o quizás en fotografías de las páginas deportivas de ‘La Voz de Almería’. Concluyo que son futbolistas porque se burlan de alguien que se había hecho un blanqueamiento anal y unos poetas no se burlarían de eso si escriben verso blanco. Son futbolistas, eso es seguro, deduje con la astucia que me caracteriza, pues las mujeres atractivas son a los futbolistas, lo que las tonadilleras a los toreros en los años de María Castaña, y ellas lo son. Todo encaja. Piden codillo y cerveza 0,0º, ya no me cabe ninguna duda de que son futbolistas profesionales, pura lógica deductiva —les hago disimuladamente una foto con el móvil—. Si fueran poetas beberían alcohol como su propio nombre de poetas malditos indica.
Una vez solucionado este dato me centro en la conversación con tan mala suerte que han abandonado el tema del blanqueamiento anal y ahora charlan sobre sus experiencias personales durante el parto —parto, no partido—. Ahora son ellas quienes toman el control del centro de la mesa. Hasta ese momento el extremo, zurdo, traqueteaba como un padrazo el carrito con un niño durmiendo, pero fue superado y amonestado porque, al parecer, durante las solamente trece horas que duró la dilatación, bajó al coche a darse una cabezadita y casi se pierde el bautizo. Llego con la hora pegada al culo —sin blanquear—.
El partido se ponía interesantísimo, acaba de empezar y ya iban ganando ellas por 1-0, como los catalanes. Me acerqué a la banda del var y pedí la repetición de mi jugada anterior, dos tercios, porque el camarero estaba de catenaccio total y no salía de su área. Para no despertar sospechas, uno de los tercios se lo puse delante a mi acompañante imaginaria y luego, ya si eso, me lo bebía yo.
El media punta, que minutos atrás parecía muy documentado en blanqueamientos y en besos de colores, ahora había perdido el sitio entre las dos centrales, un cambio de orientación del juego lo había llevado a estar a merced del relato de cuando su mujer sufría las contracciones en la habitación de Torrecárdenas mientras él, a dos carrillos, comía filetes empanados de un tupperware. En su defensa argüía que si no colaboraba con los resoplidos era porque tenía la boca llena y le salían disparados perdigones de comida. Se daba golpecitos en la barbilla disimulando.
El que jugaba de portero seguía a lo suyo, era el más alto y estaba repanchigado como si el partido no fuera con él, pues el parto había sido programado con una cesárea. Hice lo que pude, pero me dejaron solo, dijo. Estaba de mal humor porque aquel mismo día había tenido un pequeño golpe con un coche de gama alta que el equipo le había regalado como prima, o que su prima le había regalado, no lo entendí bien. Un portero dando un golpe en el paragolpes es una redundancia, pensé. Se salvó de las críticas e intentó sin éxito reconducir la conversación de nuevo hacia el blanqueamiento anal, pero ya era tarde para el niño y decidieron marcharse. Yo pido un taxi —dijo el del coche roto—, y yo recordé el conocido endecasílabo de García Montero, flamante director del Instituto Cervantes y gran aficionado al fútbol, “Tú me llamas amor, yo pido un taxi”. Me pareció muy enigmático todo.
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