He subido al terrao de mi edificio una de esas mesas de playa y dos sillas plegables incómodas, son las 11 de la noche. Antes he cocinado a baja temperatura dos filetes de rodaballo, brócoli al vapor de guarnición y un poco de mermelada casera de cerezas. Voy a hacer una cena romántica con velas y con copas innecesariamente grandes para el vino. Mi abuela nunca cenó en el terrao de su casa de Los Molinos, de eso estoy seguro; con velas sí cenó, porque se iba la luz en las noches de tormenta.
No hay nadie en la mesa de al lado porque no hay mesa de al lado, sólo unas sábanas que ondean como banderas de paz, secándose en los alambres de los tendederos. De postre me he traído varias Alhambras 1925 y una Alcazaba. Me bebo las dos primeras y la otra la observo a lo lejos, iluminada, anaranjada por las luces de tungsteno, fantasmagórica en la línea del horizonte. Mi casa de alquiler está cerca de la catedral, la terraza de mi piso no está en mi piso, sino en el terrao del edificio, es un anexo, es una terraza en b, como el dinero. Desde allí, hacia el Este, se ve la casa del poeta José Ángel Valente, a él le gustaban los terraos, veía la ciudad celeste desde su azotea. El muro que me separa del abismo es, para mi gusto, demasiado bajo. Menos mal que yo no tengo vértigo. Valente dijo que en ti latían la vulva, el verbo, el vértigo y el centro.
Cuando me siento a cenar en mi terrao no hay ninguna persona sentada frente a mí. Hay ropa interior, camisetas y pinzas de la ropa en las cuerdas, eso sí. No lo has probado, le digo a mi acompañante imaginaria, ¿es que no te gusta el rodaballo? Se te va a enfriar. Mira hacia allá, ese es el cerro San Cristóbal, y esas dos torres color albero son la iglesia de San Pedro, ¿las ves? Desde aquí parece que todo está muy cerca, ¿a que sí? A la izquierda, la Alcazaba. ¿Es bonita cuando está iluminada, verdad? Pero lo mejor de esta ciudad africana es el puerto, escucha, sale un ferri de la compañía Transmediterránea y hace un ruido como de tubo por el cual soplara un gigante. La plaza de la catedral queda abajo, parece más pequeña de lo que en realidad es.
Es difícil cenar si no hay nadie a tu lado, no sé para qué comer ni de qué hablar, los dos platos están intactos. Estoy yo solo y ya sé lo que voy a decir si hablara, me conozco bien. Si algo bueno tiene esto es que conmigo nunca meto la pata. Me escucho pensar, hace fresco, sopla una ligera brisa desde el mar, la llave de la puerta del terrao está echada, aunque sé que no es hora de que nadie venga a tender la ropa. Hay demasiada luz residual como para ver las estrellas. Venus. Eso no es una estrella, es una luz nocturna de acompañamiento, una farola que nuestro sistema solar deja encendida para que no nos dé miedo por la noche un espacio tan enorme y oscuro. He quedado conmigo para cenar en el terrao de mi edificio. Es una cita romántica, como en las películas. No sé si he llegado muy pronto o demasiado tarde. No hay nadie y repito en voz alta los versos de Valente, aunque después de tanto y tanto no haya ni un solo pensamiento capaz contra la muerte, no estoy solo.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/158285/una-cita-romantica-en-la-ciudad-naranja