Más de treinta mil personas sufren sinhogarismo en nuestro país, según la asociación “Rais hogar sí”, un fenómeno social presente en todas las sociedades avanzadas. Las dificultades de acceso a la vivienda, el mercado laboral actual y la ruptura de relaciones de ayuda que promueven las instituciones son los factores que mayor incidencia tienen en la existencia de tan alto número de personas que viven de manera estable en la calle, frente a cualquier conducta individual equivocada. Esta situación, que el Instituto Nacional de Estadística rebaja a veintitrés mil seres humanos, ha destapado en los últimos tiempos la aporofobia, el odio a los pobres –actitud intangible, pero muy real- que ha encontrado diana certera en no pocos hijos de la calle, con la escalofriante estadística que aporta un reciente informe de la ONG referida, según el cual casi la mitad de los sintecho ha sufrido algún incidente o delito relacionado con la aporofobia, en el ochenta por ciento de los casos en más de una ocasión, y uno de cada cinco ha sido agredido; una cifra que tristemente se ha modificado en los últimos meses, ya que una de cada tres personas que vive a la intemperie ha sido insultada o ha recibido un trato vejatorio.
Una de esas víctimas es Christian, un americano de mediana edad, hijo de las estrellas, que a la hora del rezo de maitines en el convento cercano de las Adoratrices, deslía sus bártulos personales y recoge sus escasos aliños indumentarios mientras transita por las inciertas rutas de cada jornada. Hace un par de años que la Policía le requisó su saco de dormir y su pobre tienda de campaña, el endeble techo que velaba su sueño, hasta que un alma solidaria restituyó los enseres aprehendidos. Semanas atrás, el escenario urbano del Sur había quedado desierto: ni Christian, ni sus cosas ni la encina del contiguo jardín público que le daba sombra se hallaban donde el día anterior conformaban el paisaje habitual. El vigilante jurado del comedor social al que el habitante del asfalto acudía a comer cada día apuntó que las pertenencias habían sido requisadas de nuevo por los agentes, dado que aquello constituía un foco infeccioso y causaba una mala imagen para la ciudad. Dos días después, la misma mano que antes restituyó la tienda le llevó otra nueva y Christian apenas si balbuceó algunas palabras sobre el episodio que le había ausentado de su “hogar”. Fueron los empleados municipales de la limpieza quienes explicaron al “vecino” solidario el motivo de la ausencia temporal y la desaparición de la encina.
Extrañados y sorprendidos por la versión de los hechos ofrecida por el vigilante, los encargados de la limpieza aclararon lo ocurrido: A la hora del mediodía, en tanto Christian ingería el almuerzo en el comedor social, a no más de unos quinientos metros de su “residencia”, cuatro jóvenes rapados con símbolos neonazis se presentaron en la “casa” del pacífico vecino y sin duda alguna pegaron fuego al “valioso” ajuar del pobre conciudadano que solo pretende vivir en la calle para sentir la libertad bajo el firmamento. Las llamas prendieron el árbol que le resguardaba y ante el lamentable estado en que quedó tuvo que ser cortado. Tocado con la inconfundible gorra made in USA que cubre su anillado cabello, sentado en la butaca playera que le han repuesto, Christian no tiene palabras de rencor, ni sabe lo que es la venganza ante el daño infligido y ha vuelto a saludar cada amanecer con los amables buenos días que regala a sus cotidianos vecinos, a quienes los responsables de la limpieza del sector dicen sentirse muy agradecidos con la actitud cívica, higiénica y colaboradora de Christian, quien por ahora continúa en el lugar elegido, colmado de agradecimientos, con la humildad que le impide mendigar y con una fe que le induce a pedir cada día a su Dios por la bondad de los semejantes que lo ignoran y para que la paz gane siempre frente al odio de quienes lo han ejercido contra él, aunque sólo haya sido para robarle su propia pobreza.
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