Lo que nos trae de cabeza, pues infecta la convivencia y distorsiona la política, no es tanto la cuestión catalana tal como veníamos entendiendo la dicha y ya de suyo peliaguda cuestión, como que la facción independentista se haya apoderado de las instituciones catalanas que habrían de servir y representar a todos cuantos habitan el territorio, y, más grave aún, de las conciencias de la mitad de ellos, embarcándolas en un viaje caótico, crepuscular, de difícil retorno, hacia la frustración.
O dicho de otra manera (bien que despojado de las necesarias consideraciones que desbordarían no sólo el espacio de una columna de opinión, sino el de la capacidad humana para penetrar en el misterio): lo que ocurre hoy en Cataluña pudiera ser, desde el punto de vista político, que el golpe parcial de Estado desde dentro que ensayaron los sectarios de la secesión triunfó, pero no hace un año con aquél desgraciado sainete que dirigieron la CUP y Puigdemont, sino poco a poco, mucho antes, con las concesiones aberrantes de los diferentes gobiernos nacionales que, lejos de satisfacer al nacionalismo insaciable, lo engordaron hasta convertirlo en el monstruo que ahora es.
De facto, Cataluña (la Cataluña de la facción) ya era no sólo independiente, sino radicalmente adversa al Estado Español, cuando el Govern, los Jordis, las masas, Forcadell, Trapero y compañía quisieron, hace un año, llevar simplemente esa independencia al papel. Con su partido único (Junts pel Sí), su lengua única, su doctrina única, su televisión única (TV3), sus embajadas únicas (DiploCat), su Educación única y su fuerza armada única (Mossos), vieron que apenas les faltaba que Rajoy, el penúltimo consentidor (Aznar fue el mayor y el peor), echara una firmita para que Romeva empezara a girar visita de presentación en la UE, en la ONU y hasta en la OTAN, por qué no. Pero la cosa salió como salió, y ahora el conflicto no radica tanto, para las entendederas facciosas, en conseguir la independencia, como en no perderla.
Si la burguesía trabucaire catalana ha engendrado un monstruo, los CDR esos, los diferentes gobiernos nacionales crearon otro, éste del independentismo fanatizado, loco e irresponsable, y así las cosas, llegadas a éste punto en que todos los actores parecen haber perdido el oremus ("perdre l'oremus" horrorizó siempre al catalán), incluidos los que confunden el 155 con el bálsamo de Fierabrás, no queda otra que la revolución de la sensatez, casi inédita e insólita en España.
¿Querrá o sabrá Sánchez encabezarla, asumiendo lo que de firme y contundente necesite tener para evitar el mayor mal? ¿O hará como Rajoy, que prefería, cuando había un problema, que no le pillara allí?
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