Pedro J. Simón
22:04 • 04 sept. 2011
Apenas llegas a México y las primeras señas de identidad social que caracterizan a su pueblo se perciben sin apenas salir del aeropuerto. Las bondades propias del carácter del mexicano, su amabilidad y buena educación, ofrecen una sensación de hospitalidad extrañamente aliñada por la percepción de una inseguridad pública extrema, casi surrealista, con solo echar un vistazo a las portadas de los periódicos o contemplar los 5 primeros minutos de los noticiarios televisivos.
Titulares como ‘Hallan muertos a 7’, ‘Diez decapitados en una carretera’, ‘Balasera en un restaurante’ son el pan nuestro de cada día en una sociedad que ha asumido resignada la brutalidad de una violencia que copa la casi totalidad del territorio nacional. El silencio, la extrema prudencia es la respuesta del ciudadano medio a este status quo. Nadie sabe, nadie responde, mejor ni mirar.
Más de 30.000 muertes causadas por la mano de hierro del narco son el saldo creciente de un conflicto en el que todos los cárteles del tráfico de drogas, armas y personas, luchan contra todos y a su vez, todos luchan contra un enemigo común, recientemente incorporado a este clima de violencia, el estado. La guerra contra el narco ha supuesto para el estado mexicano algo así como un mal y repentino despertar de un letargo profundo y autoinducido, durante el cual germinó la hidra que a día de hoy, consume con cuentagotas a un país temeroso y agazapado, cuyo aparato policial y ejército se han sumado, sin apenas estructuras de inteligencia e investigación, a una espiral de violencia que sobrepasa con creces a su capacidad de respuesta.
Miles de policías federales y soldados son enviados de un lado para otro siguiendo el rastro de los brotes de violencia más brutales, aquellos con mayor cobertura mediática. Grandes movimientos de efectivos, controles policiales, pertrechos aparatosos en las fuerzas de seguridad pública ofrecen más titulares que resultados. La presencia policial es la única respuesta que da un estado raquítico a las constantes cuestiones que la sangre derramada propone. Un estado que no ofrece apenas ningún tipo de cobertura social a su población, no existe un sistema público de pensiones, ni subsidio de desempleo, la sanidad pública apenas está naciendo. Así, el narcotráfico es la salida a sus carencias para muchas personas. Conscientes de esto, los dirigentes de las organizaciones criminales aprovechan este gran cupo de gente solícita a cambiar su pobreza por un trabajo de peón en el arriesgado pero agradecido negocio del narco.
Un permanente suma y sigue en la capacidad operativa del terror, cada vez son más, cada vez llegan más lejos. En esta situación, una muerte más no supone novedad alguna, ya son varias decenas de miles, periodistas, policías, miembros del gobierno federal, responsables políticos, ciudadanos a los que una bala perdida alcanzó en plena calle, ajusticiados que, según las leyes no escritas del narco, aparecen colgados de un puente, como escarmiento público a delincuentes comunes. Todos forman parte del saldo criminal de unas organizaciones que fijan sus objetivos en algo más que el mercado ilegal. Aspiran y de hecho, juegan a sustituir al estado en labores de asistencia social y en garantizar la seguridad pública, algo no muy complicado en un país donde el 95% de los crímenes quedan impunes.
Inmersos en un maremagnum de violencia, los recientes asesinatos de Marcela Yarce y Rocío González quedarán impunes y tan solo servirán para agitar, durante un par de días, la conciencia popular y avivar el miedo en una profesión obstruida y constantemente atacada, no solo por el narco, también por los tentáculos corruptos de la política y del mundo empresarial, enemigos íntimos del derecho a informar. Así no es difícil que se pierda una bala, o que esta misma finalmente te encuentre.
Titulares como ‘Hallan muertos a 7’, ‘Diez decapitados en una carretera’, ‘Balasera en un restaurante’ son el pan nuestro de cada día en una sociedad que ha asumido resignada la brutalidad de una violencia que copa la casi totalidad del territorio nacional. El silencio, la extrema prudencia es la respuesta del ciudadano medio a este status quo. Nadie sabe, nadie responde, mejor ni mirar.
Más de 30.000 muertes causadas por la mano de hierro del narco son el saldo creciente de un conflicto en el que todos los cárteles del tráfico de drogas, armas y personas, luchan contra todos y a su vez, todos luchan contra un enemigo común, recientemente incorporado a este clima de violencia, el estado. La guerra contra el narco ha supuesto para el estado mexicano algo así como un mal y repentino despertar de un letargo profundo y autoinducido, durante el cual germinó la hidra que a día de hoy, consume con cuentagotas a un país temeroso y agazapado, cuyo aparato policial y ejército se han sumado, sin apenas estructuras de inteligencia e investigación, a una espiral de violencia que sobrepasa con creces a su capacidad de respuesta.
Miles de policías federales y soldados son enviados de un lado para otro siguiendo el rastro de los brotes de violencia más brutales, aquellos con mayor cobertura mediática. Grandes movimientos de efectivos, controles policiales, pertrechos aparatosos en las fuerzas de seguridad pública ofrecen más titulares que resultados. La presencia policial es la única respuesta que da un estado raquítico a las constantes cuestiones que la sangre derramada propone. Un estado que no ofrece apenas ningún tipo de cobertura social a su población, no existe un sistema público de pensiones, ni subsidio de desempleo, la sanidad pública apenas está naciendo. Así, el narcotráfico es la salida a sus carencias para muchas personas. Conscientes de esto, los dirigentes de las organizaciones criminales aprovechan este gran cupo de gente solícita a cambiar su pobreza por un trabajo de peón en el arriesgado pero agradecido negocio del narco.
Un permanente suma y sigue en la capacidad operativa del terror, cada vez son más, cada vez llegan más lejos. En esta situación, una muerte más no supone novedad alguna, ya son varias decenas de miles, periodistas, policías, miembros del gobierno federal, responsables políticos, ciudadanos a los que una bala perdida alcanzó en plena calle, ajusticiados que, según las leyes no escritas del narco, aparecen colgados de un puente, como escarmiento público a delincuentes comunes. Todos forman parte del saldo criminal de unas organizaciones que fijan sus objetivos en algo más que el mercado ilegal. Aspiran y de hecho, juegan a sustituir al estado en labores de asistencia social y en garantizar la seguridad pública, algo no muy complicado en un país donde el 95% de los crímenes quedan impunes.
Inmersos en un maremagnum de violencia, los recientes asesinatos de Marcela Yarce y Rocío González quedarán impunes y tan solo servirán para agitar, durante un par de días, la conciencia popular y avivar el miedo en una profesión obstruida y constantemente atacada, no solo por el narco, también por los tentáculos corruptos de la política y del mundo empresarial, enemigos íntimos del derecho a informar. Así no es difícil que se pierda una bala, o que esta misma finalmente te encuentre.
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