El sueño del niño leñador

José Luis Masegosa
07:00 • 12 nov. 2018

El éxodo migratorio no cesa. El goteo de llegadas de emigrantes es continuo, salpicado un día sí y otro también de naufragios y muertes,  cuyas imágenes nadie puede ignorar. El drama acompaña nuestras vidas, por más que pretendamos endosar la responsabilidad de su solución a los estados y a los gobiernos, incluidos los países de origen.


 Hace treinta años que España recibió en la playa de Los Lances, en Tarifa, el primer cadáver del primer sueño frustrado. Tres décadas después, amén de haberse convertido en un execrable negocio de los desaprensivos traficantes de personas, el fenómeno migratorio del Sur pobre al Norte de promisión ha dejado el trágico reguero de miles y miles de muertos inocentes que han sepultado sus vidas y sus ilusiones bajo las turbulentas aguas del Mediterráneo o del Atlántico. Otros soñadores de un futuro más próspero han corrido  mejor suerte y sus historias, con  circunstancias parecidas y singularidades propias, habitan junto a nosotros. Como la de Madou Fosfana, uno de los hijos africanos con buena estrella nacido en el seno de una familia humilde. Único varón  y el menor de ocho hermanos, Madou vino al mundo en una tierra descontenta, en abril de 1983, en el barrio pobre de Andalai, en la cuarta comuna de Bamako, la capital maliense. 


Con muy corta edad aprendió de la pobreza a fuerza de sol bruñido, cuando  ayudaba a su madre a recolectar leña que cargaba a lomos de Falumba, un burrito agradecido y chocolatado, para venderla después a las panaderías de su barrio y obtener algún dinero para comprar comida.  La escuela fue para el pequeño  una visita de dos meses en un centro franco-árabe.  Como el niño yuntero de Miguel Hernández,  Madou comenzó a sentir la vida como una guerra que discurría entre la recolección de leña y la ayuda en casa. Pronto llegó la adolescencia y la juventud entre la pandilla del barrio y los chutes a un deshilachado balón. Precisamente fue en una conversación con los amigos de su barrio cuando llegó a los oídos del joven leñador el mensaje del sueño europeo, la supuesta necesidad de mano de obra en nuestro país. 



La ilusión de una vida  próspera para ayudar a salir de tan difícil situación económica a su madre y hermanas martilleó aquella noche la mente de Madou, quien en jornadas sucesivas no cejó de comentar tan atrevida aventura con sus colegas. Se organizaron en un grupo de quince, al frente del cual se situó Musa, quien diseñó el plan y acordó la salida del país con las mafias y traficantes de personas. Madou vendió sus únicos zapatos por unas diez sefas – veinte euros- y veinticinco kilos de maíz que almacenaba su madre, por los que obtuvo otros sesenta euros. Con ochenta euros y el ligero equipaje de su vestimenta el joven maliense inició un peligroso y tortuoso camino hacia el “paraíso” europeo. Finalizaba el año 2005. Un primer transporte trasladó a la expedición de jóvenes soñadores hasta la frontera con Argelia y un segundo los llevó hasta Marruecos, donde caminaron durante ocho noches hasta llegar a Rabat. Fatigados, perdidos y exhaustos, pudieron reponerse gracias a la espontánea atención humanitaria. Junto a Ibrahim, otro migrante, Madou comenzó la última y complicada etapa de su particular viaje. Escondidos ambos en los bajos de un camión, viajaron en barco hasta Santa Cruz de Tenerife, desde donde otro barco trasladó el trailer  hasta un gran puerto, donde abandonaron el vehículo. Con la espalda achicharrada, tiritando, mareado, hambriento, agotado y sin saber donde se hallaba, el leñador de Mali sintió que había salvado el infierno. Una viandante le informó, en francés, que se encontraba en España, concretamente en Barcelona. La Cruz Roja puso la primera sonrisa al inmigrante maliense. 


Trece años después, Madou sobrevive en Andalucía con cuantas tareas encuentra: agricultura, recolección de leña, construcción, limpieza, servicios.., y ha aprendido, entre otras cosas,  que la vida no es tan fácil porque, incluso, ha sido víctima de la estafa de más de un abogado conseguidor.



Hace unos años Madou quiso cristianizarse. Bautizado, confirmado y con la primera comunión recibida, hoy se llama Felipe por el ex presidente socialista, de quien dice ha oído hablar bien. Madou afirma que su vida ha cambiado mucho, pero que el mundo no es justo por el egoísmo del ser humano que impide una distribución equitativa de los recursos naturales y porque las fronteras impiden la libertad. Trece años después, a casi cinco mil kilómetros de su país, Madou-Felipe Fosfana celebra no haber muerto en el viaje a España y mantiene despierto su sueño: tener una vida mejor para ayudar a su madre y que nadie tenga que sufrir cuanto le ha tocado a él. Es el sueño del corazón de un niño leñador.





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