En 1997, Ana Orantes, salió por primera vez a la opinión pública para denunciar los malos tratos que había sufrido por su pareja durante más de cuarenta años. A los trece días fue asesinada por su expareja: la sociedad sufrió una gran conmoción. No había sido asesinada una mujer cualquiera, no era desconocida, le poníamos cara. La reconocíamos con sus pendientes dorados, el pelo rubio ceniza y su blusa roja, que como una amapola en plena valentía primaveral, salía ante la sociedad con un infinito valor, y por ello, la ira de su maltratador se desató y la asesinó quemándola viva en la puerta de su casa, con la compra desparramada a sus pies. Con ella parte de la sociedad murió también y su asesinato cambió la percepción de la ciudadanía sobre la violencia machista hacia la mujer. El terrorismo machista había entrado directamente en todas las casas de España. Y este poder, también lo tienen los medios: la televisión es capaz de crear una realidad con protagonistas con el que la audiencia se identifica.
La vida privada se lleva a las pantallas, en formato espectáculo con el que nuestro cerebro reptiliano no para de alimentarse por el sexo y la violencia. Aquí los medios de comunicación dejan de ser rigurosos: el sensacionalismo, el espectáculo, la información escabrosa, los estereotipos y los clichés machistas se perpetúan en el tratamiento informativo de la violencia de género, quedando una gran parte de la ciudadanía narcotizada ante los medios.
La muerte escabrosa no produce respeto, la violencia no impresiona; así que las mujeres son ajusticiadas y cuestionadas por el simple hecho de ser mujeres, como en la Edad Media, se las quema en el espacio público, por ser sospechosas de ser “brujas”. No podemos permitir que se traten en los medios como se han tratado los casos de la Manada o Diana Quer, por ejemplo, porque esto dice mucho del lugar en el que habitamos, de lo que se piensa y de cómo somos como sociedad. La sociedad, a nivel mundial también, agrede aún más a las mujeres: sólo importa la audiencia que aumenta si la narración es cada vez más escabrosa y detallada, si los datos son más sangrientos. Se denigra, oculta y discrimina a las verdaderas víctimas con tal de sumar audiencia. No hay escrúpulos al culpabilizar a la víctima.
Hay que resaltar y cuestionar que no nos matan por amor, nos matan para dominarnos. El amor romántico nos lo venden en todas las etapas de nuestra vida porque gana audiencia y lo normaliza, aunque el acosador tenga un perfil de psicópata. Nunca debemos de justificar en el amor: la violencia, los celos, los arrebatos de locura, etc. por tanto hay que cuidar el contenido de la información y el modo en el que se traslada. Las palabras son importantes y también es importante el relato y el contexto en el que se da en los medios de comunicación. En otros temas como política, economía, relaciones internacionales, moda, música, cine, etc. opinan especialistas en la materia, pero en violencia de género cualquiera se siente libre de opinar y sacar conclusiones. El lenguaje es una herramienta importante para contextualizar y explicar las razones de esta violencia que sufrimos las mujeres: simplemente por ser mujeres. Y si los medios también educan, ¿por qué se sigue discriminando a las mujeres? No hay igualdad en los espacios profesionales donde existe un techo de cristal y en el que se nos analiza por nuestra apariencia física, por la imagen, por nuestras relaciones personales y no por la valía profesional y/o personal. ¿Hasta cuándo tendremos que aguantar?
Se justifica el machismo y la misoginia cuando es ahí donde radica el problema. Hace falta un cambio social y de responsabilidades compartidas también entre hijos, hermanos, nietos, novios, maridos, padres, compañeros de trabajo, jefes. Decía Saramago que “el problema del maltrato es un problema de hombres, y los hombres tienen que arreglarlo”. En cada muerte, en cada golpe, humillación, insulto, etc. nos salen borbotones de rabia y dolor, porque si nos tocan a una, nos tocan a todas.
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