L a campaña electoral ha comenzado, lejos queda ya el momento de las especulaciones sobre cuándo serían las elecciones, la confección de las listas de los diferentes partidos y de los exabruptos iniciales para ir tomando el tono de voz adecuado.
El sondeo-terremoto del CIS daba el pistoletazo de salida de lo que promete ser una carrera de fondo, a una o varias vueltas, en donde cada equipo ya ha repartido sus dorsales y los líderes comienzan a establecer las claves de su estrategia.
Twitter, Facebook, Instagram y el resto de redes sociales firmaban el jueves noche el certificado de defunción de los carteles, el cepillo y el cubo de cola. Había llegado ya la hora de poder pedir descarnadamente el voto, ha llegado el tiempo de los mítines, de la visita puerta a puerta a los pueblos, barrios, mercadillos, cooperativas o asociaciones. No sobra ningún voto.
Comienzan los días en los que lo importante sería saber qué propone cada partido y cómo pretende hacerlo, cuáles son sus modelos de educación de sanidad, de política social…
Suena el whatsapp y aparece la agenda para los próximos días. Las redes sociales se convierten en una herramienta indispensable. Pero quién puede sustituir la cercanía y la humanidad, quién se concentra en la honestidad y en la responsabilidad del mensaje?
No cabe duda de que empatizar durante quince días con la sociedad es clave, pero los candidatos, el programa, el proyecto a cuatro años de cada formación deberían someterse, como los pretendientes, en el Japón imperial de El artista del mundo flotante de Ishiguro, a una subasta de prestigio. Quizás es mucho pedir.
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