El doble valor de la lectura

José Luis Masegosa
14:00 • 26 nov. 2018

Más de medio millar de millones de ciudadanos hablan,  se comunican y leen hoy con voz cervantina. Más allá del hecho, los libros  y las librerías han sido protagonistas, la semana pasada, del día dedicado a esos sagrados lugares que, pese a todo pronóstico, aguantan y resisten los envites de las tecnologías, sobre todo del e-book que, frente a todo presagio de los agoreros, no ha logrado desplazar a su tradicional antecesor. Los noventa mil libros publicados el pasado año en nuestro país, una media de doscientos al día, es un dato que aunque no incite a tirar las campanas al vuelo, sí ratifica la pervivencia del libro convencional y, consecuentemente, de las librerías y de sus gestores que bien merecen el reconocimiento público, pues el libro es el mejor instrumento que hayan parido las civilizaciones que nos han precedido. Un elemento aparentemente inerte, pero vivo y activo hasta límites insospechados, según han puesto de relieve innumerables historias reales, como la del  poeta y profesor Georges Barker, que si hubiera sospechado de las consecuencias directas que tuvo la publicación de su poemario, tal vez lo hubiese puesto a la venta al público muchos años antes. 


“Estoy en una esquina de Monterrey, de pie, esperando que llegue el autocar, con todos los músculos de mi voluntad reteniendo el terror de afrontar lo que más deseo en el mundo. La aprensión y la tarde de verano me resecan los labios, que humedezco cada diez minutos, a lo largo de las cinco horas de espera..”.Así comienza la novela autobiográfica de Elizabeth Smart “Junto a los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos, recordando Sión”, según el titulo original, que, sin embargo, en las tres ediciones publicadas lo hizo bajo la nominación “En Grand Central Station me senté y lloré”. Se trata de una obra añeja, publicada por primera vez en 1945 y traducida a numerosos idiomas, que encierra en sí misma la pasión de la autora por un hombre casado, Barker, de quien se enamoraría, incluso antes de conocerlo personalmente. Con tan solo veinticuatro años, la autora-protagonista de la obra, Elizabeth Smart, nacida en el seno de una de las familias más conocida  de Otawa, en Canadá, decide entrar en una librería de Londres, ciudad en la que cursa estudios de pintura y teatro,  y adquiere un libro de poemas de Barker.


Nada más ojearlo decidió que el autor del poemario era el hombre de su vida, pese a que no lo conocía personalmente. El empeño y el deseo pudieron más que las circunstancias personales de ambos protagonistas y de la distancia de miles de kilómetros que les separaban. Tres años después Elizabeth conoce a Barker, quien estaba casado, pero quien no pudo evitar la irrefutable pasión y el amor desbordado que la autora canadiense sentía por él y que ésta narra con un prodigioso lenguaje en la obra que escribiría años más tarde. La pareja tuvo varios hijos, aunque también sufrió una tormentosa relación.



Elizabeth Smart murió en 1986, tras concluir otros trabajos y legar una de las historias más bellas y emotivas que la Literatura haya dado, pero con su obra la autora también ha dejado constancia de cómo un libro y una librería pueden ser decisivos en la vida de cualquier ciudadano.  

Otra historia de librerías.“Nuestras riquezas” es el nombre que el editor y librero Edmon Charlot eligió a mitad de los años treinta para abrir su librería en Argel, un establecimiento que, al igual que las reboticas, fue, ante todo, “un lugar para los amigos que aman la literatura y el Mediterráneo”, según dejaría escrito en su propio diario el gran amigo de Camus. La entrega y pasión por el mundo de los libros de Edmon Charlot han sido reflejadas con minuciosidad por la escritora argelina Kaouther Adimi. En su último trabajo, la autora aporta curiosos e interesantes pasajes que tuvieron como escenario la librería “Nuestras riquezas”, por donde pasaron numerosos clientes y personajes durante la última contienda mundial, y donde los libros ayudaron y cambiaron muchas vidas. No en vano, el establecimiento lucía en su fachada una auténtica sentencia: “Un hombre que lee vale por dos”.





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