Cuando ayer por la mañana me enteré del fallecimiento de Juan del Águila, o don Juan, como tantos le llamábamos, mi primera reacción fue de incredulidad. Especialmente porque el hombre que yo conocí era para mí un ser incombustible, inconsumible, infatigable, inevitable, increíble en definitiva. Un ser vitalista, sencillo, rara vez ambiguo y profundo enemigo de los aduladores, con los que muchas veces tenía que lidiar; un luchador que rozaba lo épico y que siempre se mostraba preocupado hasta lo obsesivo por el atraso secular de su tierra y de sus gentes.
A los pocos minutos de conocer el fallecimiento, recibo la llamada de La Voz de Almería solicitándome un artículo sobre su figura, y de inmediato tuve claro que el título tenía que ser el de la tesis de Castaneda; y que de lo que tenía que hablar era de su pensamiento, que aún sigue vivo entre las personas que en algún momento lo hemos tenido cerca. En concreto yo lo tuve más cerca cuando fue Presidente de la Fundación Cajamar. En las diversas conversaciones que tuvimos mostraba un pensamiento desnudo, sencillo, paternalista, arquetípico pero escasamente fabulador, y casi siempre muy alejado de mis ideas y convicciones. Pero siempre interesante y, en muchas ocasiones, provocador.
Don Juan fue ante todo un financiero, un banquero, pero de una estirpe distinta. Fue el promotor de la que devino la primera cooperativa de crédito de España, y se convirtió, sin doctrinarismos, en una de las figuras clave para entender la banca cooperativa de nuestros días y el papel de la intermediación financiera clásica. Era, por tanto, un profundo defensor del cooperativismo como instrumento metodológico para conseguir mayores logros en una tierra donde escaseaba el capital y los recursos financieros. Sin duda, tenía una visión de las finanzas y de la banca al servicio de las personas, las ideas y la economía productiva. Un cooperativismo de raíz cristiana pero sin caer en dogmatismos o fundamentalismos. Como para Kant, Dios era para don Juan un postulado de la razón práctica. Un elemento del paisaje al que no podía cuestionar cuando yo le confesaba mis ateísmo.
Su actitud intelectual iba desde el primitivismo hasta la erudición enciclopédica. Tenía una mentalidad económica próxima al arbitrismo, donde una genialidad siempre podría parecerse a un disparate. Siempre preocupado por la escasez de agua y por el avance infatigable del desierto, al que aceptaba como buen estoico, haciendo de la necesidad virtud. Nunca aceptó que el desierto tuviera valores ambientales, “el desierto es una maldición”, decía. Como tampoco aceptaba que el denominado cable inglés tuviera valores monumentales: “Es el símbolo de la dominación inglesa sobre los almerienses”, repetía incansablemente.
Se ha ido un gran hombre, pero aún queda su pensamiento y su obra magna, lo que hoy es el Grupo Cooperativo Cajamar.
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