Cada vez que una asociación o colectivo sale a la palestra con una petición de corte chiripitifláutico, como cambiar los refranes populares o acomodar el argumento de cuentos infantiles para evitar modelos supermachistas, combatir la transhomofobia sensitiva o respetar el espacio jurisprudente de las especies animales, crece el hartazgo ante este atosigante sanedrín de censores. “Ya están estos otros con la idiotez de turno”, suele pensar una proporción bastante amplia de una sociedad cada vez menos silente ante la agobiante presión prescriptiva del discurso políticamente correcto. Pero el motor de este movimiento, a mi juicio, no es el severísimo criterio ético de esa constelación de grupos y entes vigilantes, sino la nómina mensual. Si se vive de algo, hay que mantenerlo vivo como sea. Y no sé si alguna vez se han preguntado dónde estarían buena parte de todas estas cofradías de censores sin las subvenciones que obtienen, pero lo más probable es que desaparecieran sin más por falta de recursos.
Si creían que lo último era esa singular propuesta de los animalistas de cambiar la expresión “matar dos pájaros de un tiro” por “alimentar dos pájaros con un panecillo”, considérenlo ya lo penúltimo, porque la asociación de Consumidores en Acción acaba de denunciar a la editorial Todolibro por sus libros infantiles “Te quiero papá” y “Te quiero mamá”, de la colección “Mi querida familia”, porque en su opinión “perpetúan estereotipos que pueden denigrar la importancia de la mujer” (sic). Y no sé si mi delito habrá prescrito, pero recuerdo que el primer libro que le regalé a mi hija mayor -comprado en una librería almeriense aún en activo- se titulaba “Mi pequeño conejito”, y temo que ahora toque a mi puerta una reportera de La Sexta exigiéndome responsabilidades por fomentar modelos de desprecio heteropatriarcal a la consciencia genital femenina. O por exaltar la cruel cunicultura, qué más da. El caso es acogotar para poder cobrar.
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