El día despertó con la climatología inusual de las últimas jornadas. Los tenues rayos de sol apenas perfilaban escasas proyecciones sobre las callejas entramadas de la vieja villa, que a esa hora se entregaba a los quehaceres en los cansinos cuerpos del vecindario. La fisonomía urbana apenas si había modificado las principales señas de identidad, a excepción del modesto alumbrado que como todos los años por estas fechas enlaza las fachadas, de acera a acera, de las casas más jóvenes y las que se mantienen impertérritas al devenir del tiempo. Como en otros inviernos, el paisaje humano también era escaso a esas horas de la mañana. Algunos perros apátridas contemplaban el cielo en los espejos de la escarcha, sembrada durante la noche, mientras saciaban su sed en dudoso discernimiento sobre los atajos a seguir en busca de alguna suerte de compañía. Bajo el carrusel de los aleros morían en monótona cascada las sombras de las tejas que aún se conservaban en las umbrías de los ocres tejados, al amparo de líquenes y pardos musgos.
Bajo el cielo de la desnuda plaza, sentados en el murete que corona la seca fuente, unos pocos vecinos de sienes níveas conversan a salto de palabra sobre temática intrascendente, en la que no falta la salud del pueblo, cómo no, el tiempo, las lluvias que se fueron a vuelta de vacaciones de “la avioneta”, los caprichos crecientes de la atmósfera y sus consecuencias. Otros convecinos ganan cotidianas batallas a los adoquines en cruentos combates, blandidos con pies curtidos. La menuda silueta de la pena negra, sin pañuelo y con nuevo loock, deja atrás su barrio. Es el paisaje de la vida retrancada que reta al presente en la rutina de cada hoja del calendario. Ellos son afortunados, al menos pueden llegar al punto de encuentro. Otros dejan entrever sus hambrientos ojos tras los postigos a cuchillo de las casas. Aún resuenan ecos de villancicos matinales que se alían con las horas del reloj.
El cronos golpea como un martillo. Años ha que a vueltas con el almanaque la acuarela de la vida acogía una gama de colores joviales, alegres, ingenuos y divertidos. Desconocidas las ausencias, los preparativos de Nochebuena seguían un ritual meticuloso, austero pero auténtico. El pan de aceite, dorado en horno de leña, se convertía en tentador diario de avisos. Los amigos ejercían. El calor del hogar era tal. Las familiares tabernas reencontraban la voz y la palabra. Los juegos de mesa camilla eran el argumento de itinerantes encuentros vespertinos de “chapurrao”, licores artesanos y mantecados, prolongados con entrañables sesiones de baile, donde las parejas, cariñosamente enlazadas, nunca deseaban que el microsurco del vinilo pusiera fin a la pieza. El pavo era clásico en la cena familiar.
Los peces bebían en el río de las voces de la calle, al ritmo de pandereta y zambomba. La cuadrilla de ánimas se empleaba a conciencia. La medianoche convocaba a la Misa del Gallo, en la que no faltaba alguna entonación gregoriana de Francisco “El Sacristán”. Los villancicos aderezaban aquellas Nochesbuenas hasta el alba. Una aurora que quedó enquistada y, tal vez por ello, esta Nochebuena precise una nana para dormir recuerdos.
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