Sorprende que tras el repugnante abuso de una joven en San Fermín y su subsiguiente condena, los integrantes de La Manada estén aún en libertad. Eso se debe, todos lo sabemos, a un sistema penal garantista que, amén de una condena discutible, permite a los condenados evitar la cárcel hasta que la sentencia sea firme.
Otra sorpresa no menor es el diferente tratamiento mediático de los criminales de Pamplona y los de la nueva manada que agredió sexual y repetidamente a una joven en Callosa d’en Sarriá, después de haberla drogado y secuestrado, y que sólo fue liberada tras una denuncia.
No me dirán que este crimen fue menor que el otro. Pues bien: mientras el suceso de Pamplona mereció miles de informaciones y centenares de manifestaciones de repulsa, con la foto de los autores en todos los telediarios y sus nombres al alcance de la opinión pública, el suceso de Callosa, más grave, apenas si ha tenido repercusión, con las caras de los delincuentes tapadas para evitar su identificación y bochorno públicos. Me resisto a creer que eso se deba a la condición militar de dos de los atacantes de San Fermín y a la del origen inmigrante de los imitadores de su hazaña.
Eso supondría no sólo una perversión y discriminación social y jurídica, sino una inversión debida a lo políticamente
correcto, en la que las fuerzas del orden son siempre los malos, y los grupos minoritarios, los buenos.
Tal parece, sin embargo, que eso sea así, cuando a un reo de asesinato como Bernardo Montoya se le da un permiso carcelario, para que siga matando, y a un enfermo de leucemia —preso preventivo aún sin condena—, como Eduardo Zaplana, se le niega la libertad provisional para que trate su enfermedad en familia.
Es como si nos hubiésemos vuelto locos.
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