Entre otros insignes nombres de la literatura, Gonzalo de Berceo y Jorge Manrique concibieron la vida como un eterno caminar hacia el mar del olvido –todos somos romeros que camino andamos-, una concepción abrazada por quienes se han dejado llevar por la influencia de ambos maestros de las letras. Pero ese viaje lo podemos hacer solos o en compañía de otros. En una sociedad que anda tan deprisa, que es ciega ante el otro e individualista, viajamos más solos que en compañía, aunque estar acompañado no siempre significa no estar solo.
La soledad se presenta con diferentes tarjetas de visita: La soledad elegida, necesaria e imprescindible para llegar a alcanzar el objetivo deseado, y la soledad impuesta sin que nadie la llame. La soledad expresada por el poeta, poesía convertida en un grito de libertad, creada en la soledad de una celda. La soledad monacal. La soledad de los solos del mundo. Esa impertinente compañera que acompaña a unos dos millones de personas mayores de nuestro país, cuya situación ha sido objeto de un SOS por parte de la ONG Grandes Amigos, que ha lanzado una campaña que alerta de la soledad y la exclusión social de nuestros mayores, de los que unas cuatrocientas mil son mujeres que superan los ochenta y cuatro años y que viven solas.
Con el lema Familias Hinchables, la campaña se centra en Paquita, una anciana que vive sola y que para paliar su soledad ha creado una familia entera de muñecos hinchables con la que comparte el almuerzo de los domingos, celebra las Navidades y Nochevieja, cuida a su marido y rememora su juventud, aunque Familias Hinchables considera que esta no es una buena solución para “envejecer con dignidad”. Son muchas las Paquitas que sin familias hinchables habitan en nuestro entorno. Sus nombres propios, como las ausencias que sufren, son innumerables.
Mujeres y hombres que viven su soledad en el silencio de sus hogares, donde “algunos lienzos del recuerdo tienen luz de jardín y soledad de campo, la placidez del sueño en el paisaje familiar soñado”, que diría don Antonio Machado. Pero no son únicos, hay otros. Son mujeres y hombros que ni tan siquiera han tenido la opción de poder elegir el techo que les cobija. Muchas de estas personas mayores habitan en centros residenciales porque las llevan, y, en muchos casos, en contra de su propia voluntad.
Te lo cuentan a poco que las saludes en los aledaños de los establecimientos o en los habituales lugares de encuentro a los que acuden de manera asidua.
La casuística de situaciones y de experiencias pretéritas es frecuente entre los residentes, al igual que las cuestiones o asuntos que conforman el guión de su particular terapia cotidiana. La mayoría ha dado todo cuanto ha tenido: su cariño y afecto, su sabiduría, y sus bienes. Hablan desde la resignación y cuentan mil y una historias de sus hijos, nietos y bisnietos, del patriarcado o matriarcado que han ejercido con un profundo sentimiento de clan, de cuando el pasado era diferente, con sus cosas buenas y malas, de sus difíciles infancias alimentadas sobre tiempos de odio y rencores, del paso por la convulsa adolescencia y del primer beso.
A algunos la vida se les ha hecho corta de tanto representar a sus personajes, en el ámbito personal y en el campo de su actividad laboral o profesional, cuando la han tenido. Están más que de vuelta y tan sólo penden del frágil hilo de sus cuidadores y asistentes, quienes no dudan en sentenciar que el fenómeno de la soledad, aunque no se palpe a primera vista, es una epidemia de nuestros días que no conoce la edad del ser humano.
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