No deja de sorprenderme la fascinación que despierta el desfile de proclamas y recomendaciones políticas y éticas lanzadas en la gala anual de los Premios Goya, como si los miembros del sector cinematográfico tuvieran un plus de legitimidad o representatividad capaz de trascender más allá de los méritos artísticos premiados. Pero lo cierto es que hay mucha gente que toma esos comentarios como referencia y los aplaude y los asume. Tan cierto como que esa aburrida ceremonia, clónica de los Oscar, ha acabado convirtiéndose en un mitin antigubernamental cuando no gobierna el PSOE. Allá cada cual con sus papelones y pegatinas, pero a mí me entra la risa cuando veo a actrices vestidas de alta costura doliéndose por los desahucios o a actores nacidos en hospitales privados y que hacen nacer a sus hijos en exclusivos hospitales californianos, indignándose junto a mamá por la sanidad pública española. Salvo honrosas excepciones, las películas españolas de los últimos años suelen ser unos pestiños intragables dedicados a explicar una y otra vez lo irritantes y antipáticos que eran los franquistas y el imperdonable error de no pensar como determinan en sus películas todos estos prescriptores de claqueta subvencionada. Insisto en que no todo el panorama es tan predecible y tan lleno de complejos y manías, pero si la parte más visible de la industria insiste en significarse y en arrogarse papeles que no le corresponden, lo único que conseguirán será aumentar el rechazo del público en taquilla. Pero me temo que en algunos casos pedir algo menos de soberbia, algo más de coherencia y menos ensimismamiento es pedir lo imposible.
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