Puñetazos y paredes de plexiglás

Puede que los politólogos del futuro, si es que los hay y no han sido sustituidos antes por alguna aplicación informática, acaben situando el momento exacto en que la clase política cometió el error de usar un precipitador en lugar de un elemento cauterizador de la herida de su descrédito. Me refiero al momento en que  empezaron a usar el concepto “transparencia” como valor referencial y tótem de una nueva ética sanadora de la política y sus extremidades. Y no digo yo que el transparentismo y su arquitectura verbal de paredes y techos de cristal sea mala. Lo que digo es que quizás haya llegado en el momento más inconveniente.

Ahora que empezamos a ver a la hornada de políticos que cuajaron la Santa Transición con la admiración nostálgica de lo necrológico, caemos en la cuenta que esas personas fueron capaces de escribir y consensuar las reglas del juego democrático vigente sin necesidad sobreescenificar su limpieza de sangre y su talante empático. Y justo ahora que a los partidos políticos les ha dado por vivir entre paredes de plexiglás y enfocados permanentemente por millones de ojos tecnológicos, la comparación entre generaciones es desoladora. Comprobamos que la mayoría de políticos adolecen de carencias, vicios y defectos que, si bien les dibujan un perfil más humano, acaban provocando esa sensación que describía Dostoievsky cuando decía que cuanto más amaba a la humanidad menos cariño sentía por las personas.

Con la pretendida transparencia estamos entrando en la sede de los partidos como entrábamos con la cámara de John Ford en los pubs y saloones en donde las diferencias se resolvían a puñetazos y lingotazos. Fíjense en la secuencia de trifulcas que se están viviendo en los partidos almerienses que aún no han sido capaces de elegir candidatos (tremendo peliculón de Ciudadanos) o la desvergonzada deconstrucción del voto de los militantes socialistas en función de lo que digan los señoritos de Madrid. ¿Transparencia para qué? ¿Para esto?