Kayros
23:08 • 20 sept. 2011
Ayer, por uno de esos equívocos que a veces suceden en las redacciones, apareció mi artículo “El impuesto a los ricos” a nombre de Rafael Torres, un señor a quien no conozco de nada. Me interesa dejar clara mi autoría, porque a esta edad y tras cincuenta años de no parar de escribir, es la pequeña vanidad que me va quedando para afrontar la existencia. Pienso que allá por el año 2O5O, cuando yo haya desaparecido, vendrá un estudiante de la UAL, obligado quizá a publicar una tesina sobre el periodismo almeriense, y entonces tal vez quiera saber lo que escribí o no escribí. Quisiera, pues, facilitarle el trabajo a pesar de que la posteridad me importa bien poco. No es la primera vez que esto ocurre. También lo contrario: que me adjudiquen a mí el escrito del vecino. Durante el franquismo, mi primer director, Donato León Tierno, me censuraba con tal dedicación que yo terminaba por no entender lo que había escrito. Como tantas veces en mi vida empezaba a dudar de mí mismo y me torturaba como el personaje calderoniano preguntándome qué clase de personajillo era yo. En la ‘Crónica’, el periódico fundado por Joaquín Abad, aún me sucedió algo más fantasmagórico. También allí me serví de otro seudónimo. Un tipejo algo atrabiliario que todas las mañanas leía el diario dándoselas de intelectual entre la concurrencia de la taberna, llegó a afirmar en mi presencia que él era el autor de mis artículos. Tuve la osadía de hacerle la ola e inquirí la hora en que solía escribir, contestándome que se lo dictaba a una de sus secretarias y que ya tenía pensado el que iba a escribir a otro día. Más caradura no he visto en mi vida. Con harta frecuencia este oficio de escribir resulta un juego de espejos donde no se sabe quién inventa más, si el autor o el lector. De la permanente interacción de los dos polos surge la novela de nuestra vida. Borges decía que había varios Borges, el que escribía aquellas complejas ficciones y el que caminaba por Buenos Aires. Yo no aspiro a tanto. Me contento con que mi pensamiento se pueda comunicar humildemente sin otro obstáculo exterior que los pasos electrónicos y sin que aparezcan fantasmas por el camino.
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