Carta a un gorrión ausente

Mi querido amigo: No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde la última vez que la tarde nos encontró en el olmo centenario del parque dedicado al  poeta que lo inmortalizó en sus versos. Por cierto, como ya no has vuelto por aquel entorno, no sé si alguien te habrá contado que hace unas jornadas celebramos allí el Día de la Poesía, pues ya sabes que hay días para todo tipo de actividades, aunque cuando aún habitabas en este barrio  pudiste observar, desde la rama que te sostenía, alguna de las lecturas a las que con frecuencia me entregaba durante mis visitas a este recinto, algo huérfano desde tu inesperada ausencia. Un hecho sobre el que se especula estos días en diferentes foros, donde tratan de buscar una razón, que nadie conoce con exactitud,  acerca de tu huida de la ciudad.

Los ornitólogos, los naturalistas, las administraciones y, sobre todo, los vecinos de a pie, como yo, andamos bastante confusos por tu misteriosa desaparición y la de tu numerosa familia. El alba despunta los días entre el molesto rugido de los motores de los vehículos que transitan en las avenidas cercanas por las que, otrora, tus saltos alegres y tus vuelos constantes proporcionaban un soplo de vida a los centenares de acacias que

abrigan dichas vías. Antes de que el sol encendiera sus calderas y sus primeros rayos traspasaran  las rendijas de los postigos, el inconfundible piar de tu familia componía una pegadiza sinfonía que a diario acompañaba los primeros actos matinales de los humanos. A medida que el reloj avanzaba sus manecillas matutinas, el ritmo y la agudeza de tan singular sonido se incrementaban hasta estabilizarse en una horizontal melodía que quedaba asida al discurso de la jornada, si bien la proximidad del crepúsculo tornaba in crescendo los acordes de tan hermosa composición.

Apreciado y ausente amigo, no sé si adonde quiera que te halles habrá llegado la noticia, ampliamente difundida en todos los medios de comunicación,  de la llamada de atención que la organización SEO/BirdLife ha hecho acerca de la desaparición de las pequeñas aves que viven en las ciudades, sobre todo de tu especie. Dicen que en los últimos diez años os habéis ido de esta España contrapuesta unos treinta millones de gorriones y que de no cambiar esta tendencia nos podríamos encontrar, más antes que después, con unas ciudades sin gorriones, una situación que ya sucede en algunas capitales europeas y sobre cuya gravedad ha alertado la escritora Jennifer Ackerman. Piensan que la contaminación, el cambio climático, las especies invasoras y los diseños de las edificaciones modernas pueden ser las causas de vuestra extinción silenciosa, que también arrastran otros de tus parientes como los carboneros, herrerillos, petirrojos o golondrinas. Pero, anhelado amigo, no sólo las urbes sufren de vuestra misteriosa ocultación. Días atrás, el experto rapabarbas de mi pueblo, Antonio Torregrosa, amante de la naturaleza donde los haya, mientras rasuraba al joven músico José Juan Zaragoza, recién llegado de Austria, le inquirió, con toda intención, sobre si había visto a alguno de tus congéneres en el país alpino. Por fortuna, la respuesta fue afirmativa, pero en la trastienda de la cuestión quedó acuñada la realidad de vuestra reducida presencia rural.

Estimado vecino en la madre naturaleza, aún sin conocer la motivación de tu huida, puedo entender que la biodiversidad descuidada, con unas ciudades saturadas de mierda,  haya precipitado tu volatilización. También comprendo tu decisión cuando retorna el fantasma de las dos Españas, ahora que –no eran suficientes las escopeticas de aíre comprimido- promueven la tenencia de armas de fuego para hacer del suelo patrio el mejor escenario del “western made in Trump”, ahora que el teatro cainita radica en las tablas de la política, ahora que pretenden matar la inteligencia porque con tontos se vive mejor, ahora, amigo gorrión, te acompaño en tu ausencia porque aquí proliferan en demasía pájaros y, sobre todo, pajarracos. Tu amigo, que te aprecia.