Desde los bisontes de Altamira hasta las más recientes obras de Antonio López, la gran aportación española al arte europeo es el Realismo. Al menos, en la pintura y escultura, alumbrado como una suma de individualidades o creaciones aisladas. Nunca fue la península ibérica lugar donde surgieran los grandes estilos internacionales, corrientes o movimientos; nuestro arte se construye, abruptamente, intuitivamente, con la suma de fragmentos separados, con la presencia de faros luminosos, de individualidades asombrosas en medio de un camino plagado de oscuridades y fuerzas involucionistas. Hasta nuestro arte medieval tiene una aspereza y crudeza realista que lo alejan de las idealizaciones de otras escuelas; basta contemplar la franqueza de las figuras creadas por el maestro Mateo o los verdaderos retratos de muchos personajes en los cuadros de Bermejo. Los Santos de Berruguete, Juni o Gregorio Fernández son más bien sufrientes criaturas de carne y hueso, vulgares hombres y mujeres del pueblo. Y desde Velázquez hasta hoy, todos los grandes creadores españoles han sido esencialmente realistas, en el sentido más crudo y directo del término, sin maquillajes ni edulcorantes. Ribera, Zurbarán, Goya, Sorolla, Zuloaga… hasta el parisién Picasso se hace más español cuando comparte su carácter y espíritu.
Hay un realismo español que ha resultado -y resulta- ingrato a las clases pudientes, a una burguesía que gusta rodearse de bellos objetos de decoración para acrecentar la magnificencia de su estatus. Un realismo que mira con franqueza al mundo y lo traduce sin florituras ni retóricas; una poética seca y lacerada que nunca busca agradar, matizar o congraciarse. El genuino realismo español escruta la realidad sin piedad o misericordia, aprecia la belleza objetiva de las cosas, sin adornarlas. Brutal y tosco, auténtico y verdadero; no hay cosa más tremenda que la realidad. En él se materializa, más que ninguna otra tendencia, la idea heideggeriana sobre el arte, en su irreductible voluntad poética de desvelar la oculta esencia del ser, la auténtica verdad de la existencia.
El realismo ha tenido una presencia continuada, sin lagunas, a lo largo de toda nuestra historia. Sorprende, en este contexto, que el realismo español contemporáneo esté sistemáticamente silenciado por historiadores y teóricos a favor de otras corrientes, omnipresentes en el discurso oficialista y en las colecciones públicas. El gran realismo del siglo XX no existe apenas en museos ni en los libros. Excepción hecha de Antonio López y muy tímidamente del grupo de los realistas madrileños de la segunda mitad del siglo, un manto de silencio y premeditada ocultación pesa sobre el mejor Realismo español contemporáneo. Iniciamos un camino para remediar esta situación.
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