Cuando el pequeño Luciano Cazorla abandonó la clase de don Amador, el maestro que durante varias décadas atendió a la escuela del pueblo, se dirigió hasta su casa, donde le esperaban Blanquita y Canela, las dos cabras murciano-granadinas que desde hacía muchos años proveían de leche a toda la familia. El niño, inquieto, cejijunto y desgarbado entrecruzó sobre el torso la pleita que colgaba el ajustado zurrón donde guardaba su merienda vespertina. Descorrió la tranca de la puerta del aprisco que albergaba la pareja caprina y, asido a sendas cuerdas, emprendió el cotidiano pastoreo de todas las jornadas. En el corto recorrido que le llevó al pastizal, Luciano canturreaba una familiar melodía con la que su padre emulaba al paisano Manolo Escobar. “España huele a pueblo, a descalzo y a fuente/A trabajo y a queso, a arrugas en la frente… España huele a pueblo, a paredes de cal, a amor y a casamiento..”.
Las hojas del calendario corrieron como un galgo tras una incierta presa. El tiempo devoró la adolescencia de Luciano en el internado de un colegio de la capital, adonde cursaba el Bachillerato. En las cortas estancias vacacionales en la casa familiar, el joven bachiller percibió la natural vejez de sus inseparables compañeras de pastos. Apenas si Blanquita producía leche , y Canela, lesionada en la ubre izquierda, andaba con cierta dificultad. Aquella estampa le causaba cierta pena cuando debía retornar a su actividad académica. Concluidos sus estudios medios, el mozalbete encontró su primer empleo como auxiliar en una gestoría provinciana. Aquel destino laboral le sirvió para completar su formación, circunstancia que le abrió nuevas puertas en la capital del Estado, adonde ya residían sus otros dos hermanos: Aniceto y Expiración, quienes, como la inmensa mayoría de las personas jóvenes del pueblo, habían abandonado su tierra, su pueblo y sus gentes, en busca de un futuro mejor para ellos y sus hijos.
En Lucainena, la aldea alpujarreña de Alcolea, quedaron los padres, a quienes años más tarde, los achaques y las duras condiciones de habitabilidad del hermoso rincón alpujarreño les obligó a trasladarse a la capital, donde disponían de mejor asistencia sanitaria y social, y donde toda la familia disponía de óptimos servicios de toda índole y una variada oferta de ocio y entretenimiento. Como casi todos los veranos, Luciano, que ya era padre de familia, acudió unos días de postreros años a su localidad natal, que en la década de los cincuenta llegó a tener un millar de vecinos, y en aquel entonces apenas acogía medio centenar de almas. Entre el sepia de algunos fajos de papel descubrió un manido ejemplar de “La Voz de Almería”, que hojeó aleatoriamente. En la sección “La provincia” leyó el antetitulo : “Lucainena celebra sus festejos en los días 14 y 15 de Agosto”, acompañado del titular “Fiestas en un pueblo que casi no existe”. Los ojos de Luciano cabalgaron apresurados sobre las líneas de aquella página:..”El panorama que nos ofrece es desolador: casas semiderruidas, no hay comunicaciones, inexistencia de urbanización, así como de otros servicios indispensables. La gente joven emigró porque ni había trabajo, ni sus casas se parecían a un hogar. Trabajaban en otros pueblos y allí solo iban a dormir. Hoy la población es anciana. Muchas viviendas están ocupadas por una sola persona. El capital que entra en el pueblo se reduce a las pensiones que reciben sus habitantes por vejez y que, escasamente, dan para vivir…la situación actual llama al pueblo a desaparecer...”.
Luciano es uno de los miles de personas que ayer tomaron Madrid en la Revuelta de la España Vaciada para reclamar medidas contra la despoblación rural. Al llegar a su casa madrileña, me relató Luciano al teléfono, que abrió, emocionado, una voluminosa carpeta, de la que extrajo el cuarentón ejemplar de “La Voz” para releer la crónica firmada por María Luisa Aparicio. El canturreo pueblerino de su padre con la letra del autor sevillano Benito Moreno abrazó sus oídos: “España huele a pueblo, a colegio y a hermano, a botones de hueso, a cine de verano…”.
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