El cómico Volodymyr Zelenskiy disputará el próximo 21 de abril la presidencia de Ucrania al actual mandatario Poroshenko. Se ganó esa posibilidad en la primera vuelta electoral celebrada el pasado domingo, en la que consiguió una rotunda victoria al lograr casi el doble de votos que su contrincante. Al margen de sus cualidades personales, de las que no podemos dudar, su virtud pública más destacable es la de haber interpretado al presidente de su país en una serie televisiva de gran éxito. Es decir, el doble del presidente podría llegar a la presidencia.
Nada que decir sobre que un actor pueda dar el paso a la vida política. Existen precedentes. Pero su posible encumbramiento a la primera magistratura del país directamente desde un set televisivo nos habla no tanto de una democracia madura y porosa sino del hartazgo de una ciudadanía hacia los partidos políticos tradicionales que los han gobernado entre constantes escándalos de corrupción. Sólo nueve de cada cien ucranianos dicen confiar en sus políticos, y esa sensación de desconfianza ha hecho proyectar la esperanza en un candidato popular cuya mayor credencial es que, por mal que lo haga, difícilmente lo hará peor que los otros.
El caso ucraniano no dejaría de ser una curiosidad si no fuese por otros precedentes estrambóticos que en los últimos tiempos se están dando en todas las latitudes. Y no estaría mal que nos preguntásemos si algo así podría suceder aquí, aunque la respuesta sea incierta. Porque la decepción política, si uno analiza los sucesivos barómetros del CIS, es clara.
La política, los políticos y los partidos son desde hace tiempo el segundo problema para los españoles, por delante de la corrupción, que es el siguiente, algo que haría sonar las alarmas de cualquier democracia. Y porque los representantes de la nueva política, que tantas esperanzas despertaron cuando el bipartidismo daba síntomas de agotamiento, están envejeciendo y se están mimetizando a una velocidad inaudita. La descalificación del contrario sigue siendo artillería de uso frecuente para apuntalar la propia imagen. Parece que la mejor carta de presentación de muchos de quienes aspiran a gobernarnos sea ser el mejor mal menor. Y escenarios así abren grietas por las que brotan eficazmente candidatos impresentables. El de Ucrania, al menos, es cómico. Otros no tienen pizca de gracia.
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