Estamos en una campaña electoral bien extraña a tres semanas de una gran incógnita: cualquiera sabe quien gobernará después del 28 de abril. Paradójicamente, lo único que conocemos con certeza es aquello que abona la incertidumbre. A saber, que hay mucho voto oculto; que existe una marea de indecisos por el desconcierto tan alto ante una campaña confusa y, por último, que, fruto de eso, una gran parte del electorado decidirá a última hora. Por tanto, las encuestas son solo indicativas. Si solíamos decir que el sondeo más fidedigno era el de dos meses antes de una elección, ni siquiera ahora es valor seguro. La inmensa capacidad de amplificación de un incidente, o de una declaración pública desafortunada, por el formidable aparato colectivo de comunicación que manejamos en nuestros teléfonos y ordenadores, puede destruir en dos días cualquier tendencia de voto que parezca asentada. Dirigentes de distintos partidos (Suárez, Iceta y otros) mejor harían con tomar vacaciones estos días.
La campaña es absurda porque la derecha argumenta que Pedro Sanchez es rehén de los independentistas cuando la realidad es que fueron ellos, con Puigdemont al mando, los que desbarataron su plan de llevar la legislatura hasta 2020, como pretendía. Es extraña porque el partido Ciudadanos, que se proclama liberal, jura a diario que nunca, nunca, pactará con los socialistas. Eso choca con la definición misma de liberal y arruina la gran virtud de un partido de centro, es decir, poder pactar a derecha o a izquierda para garantizar la gobernabilidad del pais. Nacido en Cataluña para combatir al independentismo, Ciudadanos se percibió con esperanza en toda España porque se anhela desde hace décadas un partido de centro, capaz de gobernar si llega el caso, pero listo para formar coalición con populares o socialistas y que no sean los nacionalistas los que jueguen esa función a precios políticos y económicos ruinosos. Felipe Gonzalez tuvo que recurrir a Pujol y el PNV porque él mismo se había comido el centro; y Aznar, otro tanto después. De aquellos pactos proceden las cesiones inacabables a la Generalitat y al Gobierno Vasco. Resultado: las angustias parlamentarias supusieron la desaparición, incluso visual, del Estado en Cataluña y Euskadi, como la transferencia del control del tráfico en las carreteras a las policías autonómicas y tantas otras cesiones que ahora se denuncian y se quieren recentralizar. Cierto es que cuando Adolfo Suárez trató de reconstruir el centro, renació la esperanza y que, fracasado su intento, también por motivos familiares que lo alejaron de la política, se celebró la llegada de Albert Rivera, quien incluso se mimetizó con la figura del piloto de la Transición. La insistencia ahora de Rivera de que sólo pactará con el PP ( y Vox detrás), entrega el centro de nuevo al PSOE, que recupera voto de Podemos, pero también de su derecha y la abstención. La tendencia está contrastada, pero su dimensión y consecuencias no se conocerán hasta abrir las urnas.
Estas elecciones se juegan en dos pistas, la de España y la de Cataluña. No hay mitin en una sin referencia a la otra. Y en Cataluña pasan cosas, particularmente, el incontenible descrédito de la Generalitat y del Parlament. Torra está muy acabado y el Parlament le ha impuesto una moción de confianza, o que convoque elecciones ya. No hará nada de eso. Como explica en privado un familiar suyo, “está enloquecido y lo único que le interesa es no quedar como un traidor ante su gente; aguantará lo que sea por servir la causa del Puigdemont”. Ni la CUP apoya a Torra. Y, hablando de instituciones desacreditadas, no se pierdan el episodio de esta semana en el Parlament donde la líder de la oposición, Inés Arrimadas, toreó a placer solo con leer las barbaridades que en su día escribió Torra y que ha condenado el Parlamento Europeo. Si no han visto el lance, búsquenlo en Internet porque esa escena quedará en los anales de las refriegas parlamentarias. Los desquició. Casi la sacan en hombros.
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