Cuando el ejercicio de contar historias en los periódicos encarnaba el mejor oficio del mundo, que dijera el desparecido maestro de maestros, Gabriel García Márquez, el destino, o tal vez el azar, me brindaron la oportunidad de completar mi formación con un enriquecedor periodo de prácticas. Una etapa que nada tenía que ver con las experiencias de los bisoños estudiantes o graduados en cualquiera de las ramas de la Información y Comunicación de hoy en día. Al margen de sendos contextos diferentes, las francas y sinceras relaciones humanas y de compañerismo entre los integrantes de los distintos departamentos del medio -en mi caso este periódico que usted tiene a bien leer- marcaban la rutina diaria de la actividad informativa y, sobre todo, el discurso vital de cada cual. Un tiempo para otro tiempo que a las generaciones de prácticos y becarios de ahora podría resultarles algo excepcional. Mediada la intensa temporada de aprendizaje, el director tenía la cortés costumbre de llevar a comer a su casa a cada uno de los nuevos periodistas en prácticas. Antes de llegar a su domicilio, el anfitrión se detenía en un despacho de pan, donde todos los días adquiría una pieza de tan saludable alimento. Además de las cuestiones profesionales y personales, buena parte del almuerzo giraba en torno a las suculentas viandas y, sobre todo, en el pan, pues no en vano, mi respetado director, como buen hijo de tierras castellanas, sabía y apreciaba las cualidades de los cereales de Castilla. Desde el cultivo a la molienda, mi interlocutor me cogió con las manos en la masa y disfrutamos de una larga sobremesa, con el pan de postre.
Al cabo de los años, un día, antes de que despuntara el azul de la antesala del amanecer de mi pueblo, el inconfundible aroma de encina quemada despertó en mí una sensación que hablaba de un tiempo tan hermoso como imposible, el de los olores y sabores de cuando el llamado aíre de arriba y la agradable brisa alimentaban el olfato panadero, saturado de palabras y elixires, a esa hora incierta del tránsito entre la noche y el día. Una experiencia que aún gozo con el humo de los hornos que habitan en el pueblo y se apodera de las calles y plazas, una suerte de tufo a madera quemada y cereal cocido que aviva los más primitivos deseos de nuestro paladar.
Ese cereal germinado en campos que ahora verdean y que certifican la fascinación que siempre me causaron los viejos trigales dorados por el sol. Esas afortunadas tierras que albergan el cereal de cereales: el trigo, cuya siega, molienda y posterior amasado en los obradores se han acompañado con el ritmo y los cantos de “Panaderas de panduro”.
A pesar de la caída del consumo del pan en nuestro país, que actualmente no llega a los treinta y cinco kilos por persona y año, y a la degradación de tan milenario alimento, que hasta se regala en supermercados y se expende en gasolineras, la competitividad por la oferta del buen pan artesano ha incidido con fuerza en el sector, si bien no sin la ausencia de cierta picaresca. Pero al pan, pan, pues al que come pan es pecado darle ajo, ya que no hay manjar más delicioso que un trozo de buen pan, por mucho que diga el refranero popular que “pan con pan, comida de tontos”. Y es que en los tiempos de hambre real, con las manos y las mesas vacías, se engañaba el estómago con las canciones de las “Panaderas de panduro”: “Panaderas de panduro, hambre, piel, madera y vino, el corazón de esta mesa suena lo mismo que el mío…tengo dos manos y un cazo, una mesa y cuatro patas, seis lentejas con dos piedras y una pena germinada…el cazo no tiene nada, la mesa canta de oído, las dos piedras me las como..la pena se me ha podrido..”. Eran cantos y juegos que hacían a nuestros antepasados más listos que el hambre.
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