Un hombre prudente conoce mejor que nadie sus propias limitaciones. Si me están leyendo ahora es porque a lo largo de mi vida he intentado siempre orientar mis pasos hacia donde intuía o sabía que iba a poder tener un rendimiento acorde con mis capacidades. De haber sido un completo majadero habría empeñado mi vida en la imposible ambición de la astrofísica o en el mucho más vistoso desempeño de los bailes regionales, circunstancias que requieren de sus protagonistas unas condiciones naturales muy alejadas de las que la naturaleza me entregó al nacer. Pero no estoy aquí para hablar de mi vida, sino para situar de modo razonable mi tradicional silencio respecto de temas propios de la Semana Santa.
Es cierto que nunca o casi nunca escribo de ello, en primer lugar porque mis conocimientos sobre el inabarcable campo de opinión y controversia cofrade es similar al que tengo sobre los agujeros negros masivos o las muñeiras. Y en segundo lugar porque ese hueco está perfectamente cubierto cada año en el periódico, que cuenta para ello con el mejor ramillete de expertos y entendidos. Ahora bien, sí que me gustaría llamar la atención del universo semanasantero almeriense sobre un fenómeno, a mitad de camino entre lo tradicional y lo inescrutable, que es lo que yo llamo el paso de la Cofradía del Roalillo. Seguro que ustedes, como yo, también lo han visto. En Almería, el camino de cada procesión y los momentos de mayor intensidad emotiva del cortejo se pueden medir en razón de la cantidad de cáscaras de pipas esparcidas por las aceras. Uno puede entender que la emoción, el trance o el pellizco del momento haga a los más fervorosos perder la noción del tiempo y el espacio, pero cabría implorar (dicho así, sin matices de severidad) que, aunque fuera por amor de Dios, el público asistente a nuestros magníficos desfiles procesionales fuera un poco más mirado y aprovechase esos receptáculos cilíndricos que hay por las calles que se llaman papeleras. Feliz Semana Santa a todos.
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