En una sociedad rica y culta como la española no tiene sentido tensionar la política hasta el extremo de poner en riesgo la convivencia. La España ilustrada, cívica y democrática, que es la mayoría, debe hacerse oír más allá de la lucha partidista de unas minorías políticamente radicalizadas que se retroalimentan en las redes sociales. El problema catalán y la aparición de Vox son un reflejo de la incapacidad de la política reformista en nuestro país, que no ha sabido construir un relato ilusionante para los nuevos tiempos.
Autocrítica Estamos en la sociedad del espectáculo y el entretenimiento y, de los egos desarrollados, donde las nuevas tecnologías son el instrumento adecuado para su alimento. No extraña que uno de los líderes políticos más importantes de Alemania haya hecho pública su renuncia a participar en estos medios digitales tan polarizadores. Desde luego, la ciudadanía española no se merece el estilo broncoso de algunos sectores políticos, impropio de una sociedad civilizada y democrática. Nuestro sistema político está mutando aceleradamente a un perverso modelo frentista más acorde con la vieja dialéctica amigo/ enemigo de épocas pretéritas.
No se debe olvidar que la Transición a la democracia fue la renuncia de los sectarismos y la inauguración de la concordia. Y el diálogo formó parte de ese espíritu de reconciliación. Ante esta situación de competencia política desmesurada de las elites, algunos seguiremos reivindicando la palabra, de unos con otros, de la derecha con la izquierda, de los independentistas con los no independentistas. Mientras nos quede la palabra, como decía el maestro George Steiner, hay esperanza.
Una vuelta al pasado Nos guste o no, todavía está presente en nuestro sustrato ideológico esa corriente guerracivilista de animadversión al que piensa diferente. Lo vemos en algunas tertulias y en ciertos articulistas de opinión, también en las conversaciones entre amigos y compañeros de trabajo, los ecos llegan desde la misma calle. El resultado es un partidismo exacerbado y una crítica ácida que estigmatiza a personas y partidos. Y esta dialéctica vehemente no hay forma de que nos abandone, a pesar de ser una retórica más propia del siglo pasado. Ahora vuelve a renacer ese alegato en figuras como Trump, Bolsonaro, Salvini, Le Pen o Abascal pero que se extiende a una parte de la clase política con sus matices y grados.
No extraña que surjan voces que consideren que algunos de nuestros males se deben a un discurso político instalado en socavar por sistema la legitimidad del contrario y en la excluyente división izquierda, derecha y nacionalistas, que ahora se recrudece por la lucha por el poder y que es más propia de la vieja política, en palabras del historiador Santos Juliá. Desde luego, ante la duda, ante la complejidad del momento, en sociedades en pleno cambio, las dialécticas de las trincheras y de las certezas absolutas, no ayudan mucho a comprender la realidad.
Epilogo La España del futuro, frente a la España del pasado. Hay que abandonar los histerismos y las descalificaciones y, principalmente, el cainismo y el sectarismo político de tan malos recuerdos. Ya no nos valen para andar por el siglo XXI las retoricas ancladas en la polarización y en la emocionalidad. Es necesario otra cultura política más relacional, pedagógica y autocrítica. Una vuelta al dialogo civilizado, a la conversación pública imbuida de ética como diría Tony Judt. Y ello solo es posible si construimos un discurso de “nosotros con los otros”, como paradigma de convivencia y civilidad.
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