La Declaración Universal de los Derechos Humanos dice que todos los seres humanos somos iguales en dignidad. Eso es incierto. Habría que revisar urgentemente los 30 artículos aprobados por los 193 países que componen la Asamblea General de las Naciones Unidas. En todos los lugares no se vive igual ni se muere de la misma manera. Así que a la hora de que nos apliquen la dignidad podrían darnos una guía de prioridades. Si usted tiene la desgracia de que un ser querido esté en fase terminal, con insoportables dolores y su deseo de acelerar su muerte, en España debe seguir sufriendo. Pero si quiere evitarlo y que un médico le aplique la eutanasia activa, vaya a nacionalizarse a Bélgica, Holanda, Luxemburgo o Colombia. Es una demostración más de que los derechos humanos están condicionados a fronteras geográficas y políticas de Estado, es decir, a condicionantes ideológicos, religiosos y económicos.
Las objeciones profesionales por ideología también son fronterizas. ¿Acaso un funcionario de Arizona puede objetar sobre la inyección letal a un condenado a muerte? ¿O un casco azul negarse a disparar para mantener la paz al inmovilizar a combatientes? La corporación médica tiene en su haber el juramento hipocrático, que viene a decir que deberán aplicarse todas las medidas necesarias para el beneficio del enfermo. ¿Morir para evitar un dolor extenuante es un beneficio?
Hace años viajé a Nueva York y me llamó la atención la respuesta del taquillero de un teatro de Times Square: “Debo hacerle un descuento porque usted no tiene la libertad de elegir el asiento que desee”. Ese principio de poder decidir es el cimiento de las libertades; ya sea para votar, coger el bus o practicar deporte. Incluso para morir sin sufrimiento. El Consejo de Europa concretó que la dignidad es inherente a la existencia de cada ser humano. Por tanto, éste está investido de dignidad a lo largo de su vida. El dolor, el sufrimiento o la debilidad no pueden privarlo de ella.
Muchos cargan despectivamente contra la eutanasia, estigmatizándola. Estábamos en esta misma encrucijada cuando hace 25 años entrevisté al tetrapléjico gallego Ramón Sampedro. Él y su homónimo en condiciones físicas José López Cánovas, que deseaba seguir viviendo, se disputaban las portadas de informativos y periódicos: “Yo no soy un suicida”, se quejaba el primero; “La vida es muy amable”, reivindicaba el segundo. Hoy seguimos con los mismos problemas legales: ayudar a morir se castiga con prisión; la eutanasia sigue prohibida. Al menos existen normativas de muerte digna en nueve comunidades autónomas, que reconocen a los enfermos el derecho a no recibir tratamientos que alarguen sus vidas.
La Conferencia Episcopal dice que el sufrimiento “forma parte de la vida humana”. Pero los estamentos civiles podemos evitarlos; de ahí que Cáritas dé abrigo a quien pasa frío, Cruz Roja da asistencia a migrantes adheridos en una patera, el Banco de Alimentos da de comer al pobre, Verdiblanca ofrece trabajo a parados con discapacidad... Más allá del apoyo emocional, este asunto complejo no es caprichoso, sino cargado de valentía y doloroso.
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