Hemos asumido con naturalidad y despreocupación que las campañas electorales alcancen en ocasiones perfiles escénicos en donde lo que verdaderamente importa no es lo que se dice o proponga, sino cómo se haga o traslade. Y si la fórmula escogida por los gurús de campaña es la idiotez, algunos candidatos no lo dudan y se entregan a ella con buen ánimo. Hace poco hemos visto la que, probablemente, sea la imagen más llamativa de las últimas semanas electorales. Me refiero al atornillado beso en los morros que la alcaldesa de Madrid y su compañero de candidatura, Iñigo Errejón, se plantaron en un acto para que, en lugar de sus proyectos se hable de sus fluidos, lo cual no termina uno de saber qué apetece menos. En todo caso, y respetando las ideas, los efluvios, los planes de campaña y los afectos de todo el mundo -besarse siempre es más positivo que abofetearse- me detengo en un aspecto. La reacción general ante el gesto ha sido más bien cómplice y simpática. Mira qué graciosos, qué pareja más entrañable, etcétera. Pero les propongo que imaginen por un momento que el ósculo se hubiera producido entre un señor entre decrépito y provecto y una zagala con aspecto de adolescente gafapasta. Imaginen además -mi perversidad no tiene límites- que ambos fueran candidatos del PP. ¿Se imaginan el escándalo sociológico que semejante gesto hubiera provocado? No les quepa la menor duda que todos esos colectivos que ustedes ya saben y yo no menciono por falta de espacio, habrían preparado una contundente respuesta cívico-ética en la que no faltarían los calificativos de rijoso, baboso, viejo verde, machista, acosador, heteropatriarcal, y todo el argumentario habitual. Ya sé que el tema es una mera anécdota del álbum de esta interminable campaña, pero no estaría de más que alguna vez, alguien, se propusiera como un bien social colectivo acabar con la doble vara con la que se miden los gestos en este país y que lo que de verdad importe sea lo que se haga y no quién lo haga.
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