A lo largo de mi ya veterana existencia me he encontrado con toda clase de pijos malcriados. Los he sufrido en la vida académica, donde si un alumno los pone en ridículo se vengan de la manera más miserable; existen, aunque no abundan, en el extenso y complejo mundo judicial; y es frecuente encontrarlos en las empresas, afortunadamente en cargos intermedios. No es habitual que aparezcan en el mundo de la Política por dos razones: primero, porque el que no disimule que, en el fondo, es un pijo malcriado, es difícil que haga carrera, y, segundo, porque la propia naturaleza de la acción política incita a la negociación, y las rabietas, las fanfarronadas y los desplantes suelen pagarse a un precio tan alto que, por muy grande que sea la tentación, es más práctico renunciar a ellos.
Hasta que llegó Donald Trump, el Pijo Malcriado (P.M.) por excelencia, rico, hijo de rico, y más insoportable y presumido que un chulo de fortuna reciente.
Nunca me han preocupado los pijos malcriados, porque su poder siempre es bastante relativo y pequeño, y porque la persistencia de ejercer de P.M. no suele acarrear muchos premios al empecinado, pero con Trump están ocurriendo dos circunstancias preocupantes: sus bravuconerías no disminuyen su popularidad, y, encima, sus jactancias nos cuestan dinero.
Abre la boca el perdonavidas y sube el pan, es decir, baja la bolsa. El desconcierto que ha sembrado con Huawey es de una irresponsabilidad tan insensata que asombra que la lleve a cabo el presidente de Estados Unidos, pero es que el presidente de Estados Unidos es un P.M. y tiene un poder terrible que tambalea empresas y empleos. La única esperanza es que su petulancia inmarcesible pueda ser neutralizada por los demócratas que ahora tienen mayoría en el Congreso. Y, otra, que no falla, y es que el engreimiento y la soberbia del pijo malcriado, le lleven a traspasar los límites, y cause una avería irremediable en la línea de flotación de su fatuidad.
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