La muerte de 22 inmigrantes en el Mar de Alborán sobresalta la redacción de LA VOZ; como otras veces, como otras tragedias, como siempre pasa, como nunca debería ocurrir. Veintidós muertes matizadas intencionadamente bajo el manto más soportable para la conciencia con la calificación oficial de “desaparecidos”. Todos saben, sabemos por experiencia, que en el mar la esperanza de encontrar al desaparecido es un mero ejercicio retórico. Nadie ha regresado nunca del fondo del mar, solo las mareas arrojan algunos cuerpos a la playa para romper la monotonía de quien contempla la permanente llegada de las olas con la misma indiferencia con que asiste al continuo oleaje de la tragedia.
Nadie derramará una lágrima, ningún informativo abrirá portada por quienes nunca podrán ya reencontrarse con el abrazo con el que fueron despedidos en una perdida aldea de Africa. Ninguna campana doblará por ellos, no habrá programas especiales de televisión. Nadie se acuerda de ellos cuando han muerto porque nadie se acordó de ellos cuando estaban vivos. Pasarán meses, quizá años, a lo peor toda la vida, sin que aquellos que los despidieron en un amanecer de esperanza y miedo sean conscientes de que aquel beso fue el último, de que aquella mirada fue la última, de que el espanto por la muerte presentida fue el último sentimiento con que miraron a la vida.
El mar de Alborán guarda para la eternidad 22 paisajes irrepetibles. Pero lo que también espanta de este espanto es pensar los telediarios que habrían abierto, los minutos de televisión que habrían ocupado, los sentimientos que se hubieran despertado si, en vez de ser veintidós almas desesperadas en busca de futuro a bordo de una patera homicida, hubiesen sido veintidós turistas disfrutando del presente en el solárium acomodado de la proa de un yate a solo 90 millas de la costa almeriense. Noventa millas, tan cerca y tan lejos como la distancia emocional con que contemplamos la intencionadamente matizada “desaparición” de 22 inmigrantes ateridos por la gelidez del pánico, de la muerte de un veraneante, uno solo, a bordo de una lancha motora en una tarde de vino y rosas.
Que la obscena insensibilidad no haga olvidar ni las anteriores ni esta nueva ola de muertes en el mar. Yo no lo haré. Quizá porque nunca olvido que soy hijo y nieto de emigrantes.
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