Durante muchos años del pasado siglo, los historiadores y profesores llamaron a la I Guerra Mundial “la guerra que iba a acabar con todas las guerras”, pensando que el espanto y la atroz carnicería de las trincheras iban a ser la vacuna permanente contra los conflictos del futuro. Lo que entonces no sabían era que la gestión nefasta de la paz estaba sentando las bases de una nueva guerra mundial en la que se iban a alcanzar las más altas cimas del horror conocidas por el género humano, al menos hasta ahora. Suelo pensar en esto cada vez que recuerdo el tiempo en el que se decía enfáticamente -ahora ya casi nadie se atreve a repetirlo- que los nuevos partidos que irrumpían en el arco político español venían a acabar con el funesto bipartidismo y que su llegada iba a suponer un refrescante factor de corrección y modulación de viejas e improductivas inercias. Pero aunque sobre el papel así lo parecía, lo cierto es que el paso del tiempo y, de modo muy especial, el cargante e infantiloide espectáculo que los recién llegados están dando a la hora de alcanzar acuerdos de gobierno está generando una cierta sensación de nostalgia por el viejo, pero más práctico, bipartidismo de toda la vida. Produce verdadera angustia asistir cada telediario a una nueva demostración de su incapacidad para el diálogo y la prevalencia de las pejigueras y las cuestiones de matiz lírico frente al problema de fondo, que no es otro que poner en marcha de una vez a un país que no puede permitirse el lujo de seguir paralizado durante largos meses porque muchos de sus políticos -los mismos que con grandes palabras alardean de dignidad, de patria, de decencia y de regeneración- parecen una panda de aficionados más preocupados por la impostación que por la gestión. Si sus señorías/niñerías provocan finalmente la repetición de las elecciones, creo que puede ser una gran oportunidad de mandarles al rincón de pensar para que se planteen qué es lo que quieren ser de mayores.
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