En el año 2014, la ciudad de Almería inauguró una escultura dedicada a los emigrantes para recordar a esos miles de almerienses que, a lo largo del pasado siglo, tuvieron que salir de su tierra y abandonar el entorno de sus afectos y querencias, para salir a buscar una vida digna en otras ciudades y otros países.
Pocas cosas más justas y acertadas que rendir homenaje a la diáspora almeriense que, significativamente, ha permitido que ahora seamos tierra de acogida para muchas personas que han visto en Almería el escenario de oportunidad que las duras circunstancias de la época negaron a tantos paisanos. Pues bien, a los tres años de su inauguración, algún cretino afectado por ese absurdo virus desfigurador de nuestra ciudad que es el vandalismo, decidió que era oportuno partir una de las piernas de la escultura. Una gracia.
Un desperfecto cuyo arreglo costó al Ayuntamiento casi un año de gestiones y un considerable gasto económico. Y así, en noviembre de 2018 pudo volver a restituirse la normalidad del grupo escultórico. Pues bien, en julio de 2019, otro idiota ha decidido que había que partirle no ya una, sino las dos piernas; la arreglada y la original.
Naturalmente, antes y ahora son muchas las voces que claman en Almería por una mayor presencia policial y la instalación de cámaras de seguridad como medida para evitar estos despreciables actos, pero me temo que la solución a esta lacra no pasa por llenar las calles de gendarmes o vivir en un permanente estado de escrutación y vigilancia. La coerción más poderosa es la que nace de uno mismo. Y es la educación la que debe formar el criterio de las personas a la hora de establecer fronteras entre lo posible, lo asumible y lo rechazable. No se puede poner un guardia o una cámara delante de cada escultura, de cada farola o de cada jardín para evitar actos vandálicos. El verdadero triunfo del vandalismo no es quemar un contenedor o dañar una estatua, sino convertir nuestra convivencia en una libertad vigilada.
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